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El inquietante deterioro de la sanidad pública

Los males que afectan al sistema y su sostenibilidad

Hace días, este periódico informó que la Asociación del Defensor del Paciente había realizado, a nivel nacional, la memoria del año 2018 sobre las presuntas "malas praxis" médicas acaecidas en la Sanidad Pública, registrándose un aumento de 352 denuncias y 29 fallecidos (un 2´5-4% más respecto la memoria del año 2017). Estas cifras coinciden con un inquietante deterioro de la calidad asistencial observado en varias áreas sanitarias (tanto a nivel de asistencia primaria como hospitalaria), coincidiendo con un profundo malestar del personal médico por las condiciones laborales progresivamente impuestas.

Como médico jubilado con 40 años de experiencia en la Sanidad pública y valorando el tema con rigor, deseo realizar varias consideraciones sin ánimo de herir sensibilidades:

En primer lugar, tras la llegada al poder del vigente Gobierno central, se reinstauró una sanidad universal amparada por el simple precepto de la "decencia política"; aunque los recursos humanos y materiales de nuestra Sanidad pública parecieran insuficientes para atender la avalancha de inmigrantes irregulares ilegales, llegados a España mediante el "efecto llamada" de la actual política migratoria española. Así, en el año 2018, 62.000 inmigrantes accedieron ilegalmente a las costas andaluzas del Estrecho sin un control sanitario previo, resultando posibles portadores de ciertas enfermedades infecciosas de riesgo y convirtiéndose en los beneficiarios de la asistencia sanitaria pública sin haber cotizado, como es preceptivo.

A mi juicio, a corto plazo, esta medida parece políticamente rentable pero también es médicamente discutible, dado que implica un temido descontrol sanitario y un posible colapso económico de nuestra Sanidad pública; aunque, en su reciente visita a Gijón, la Ministra de Sanidad no haya constatado ese temor.

En segundo lugar, la mayoría de los directivos que gestionan nuestra Sanidad pública desde sus plácidos despachos suelen actuar desatendiendo el criterio profesional del personal sanitario de plantilla en hospitales y ambulatorios. Así, es incongruente que una Consejería de Sanidad promulgue decretos sobre "listas de espera" si su plantilla profesional está desajustada con la demanda asistencial. De hecho, esos decretos solo pueden cumplirse merced al esfuerzo y profesionalidad del personal sanitario.

A nivel del Área Sanitaria, un gerente puede economizar sus recursos humanos para promocionarse ante sus superiores, imponiendo al personal sanitario que cumpla los objetivos previstos, incluso, bajo una hipotética escasez presupuestaria. Así puede demorar la designación de sustitutos en bajas por enfermedad o jubilación, a cambio de sobrecargar la agenda laboral del resto de plantilla. También puede potenciar una política de alta precoz para acortar las estancias hospitalarias, siendo habitual que se cierre alguna planta del hospital durante los meses de verano alegando la presunta escasez de pacientes; aunque, llegado el otoño, el gestor sea remiso a su reapertura.

En un caso extremo, un director-gerente llegó a alquilar una planta de su hospital para filmar tres películas (entre ellas "La caja 507"), hecho del que fui testigo y obtuvo notoriedad pública por la lógica falta de camas hospitalarias. Tras varios años ejerciendo de gerente, este colega volvió a sus tareas asistenciales con amnesia retrógrada de su cuestionable proceder como gestor hospitalario.

En tercer lugar, procedería señalar que nuestro personal sanitario está envejeciendo con una edad media cercana a la jubilación; lo cual conlleva que los gestores de la Sanidad pública deberán reemplazar una generación entera mediante adecuada planificación -sin improvisación- de plazas para médicos de familia, médicos residentes y especialistas hospitalarios jerarquizados (médicos adjuntos, jefes de sección y jefes de servicio).

Llegados a este punto desearía constatar que, salvo puntuales excepciones, el grado de preparación y dedicación de nuestros profesionales de la Sanidad pública es alto y, por ello, rechazo el criterio de que la mayor incidencia de "mala praxis" sea por negligencia exclusiva del médico. Así, la mayoría de errores cometidos por el personal sanitario son debidos a la estresante presión asistencial secundaria a desmesuradas "listas de espera" de pacientes en fase de diagnóstico o tratamiento.

Existe amplio consenso médico sobre el tiempo idóneo por paciente en cualquier consulta médica: Debe oscilar entre los 20 minutos para una primera visita y los 10 minutos en la visita de control; aceptándose un máximo de 25-30 pacientes por día de consulta. Si el médico atendiera el doble de pacientes o dispusiera de la mitad del tiempo estipulado como normal en cada visita, se duplicaría su riesgo a cometer errores involuntarios por diagnósticos precipitados.

Respecto la programación quirúrgica, dependerá de cada especialidad y la complejidad del caso (baja, media, elevada); de modo que, el jefe de servicio (habitual responsable de programar la jornada quirúrgica diaria) evitará juntar dos casos complejos con duración superior a cuatro horas. Simultáneamente, debe considerar el "tiempo muerto" perdido en el intermedio de intervenciones (entre 30-45 minutos) o, incluso, las complicaciones que puedan alargarlas. Son criterios desconocidos por un gestor que no sea médico.

Dicho esto, para conjugar la dotación de personal sanitario público con la desmesurada demanda de pacientes, es preciso elevar el restrictivo incremento del 1´7% en la partida de Sanidad prevista en los Presupuestos Generales del Estado de este año, pendientes de aprobación en el Parlamento.

En definitiva, ante el inquietante deterioro de la Sanidad pública debido a una excesiva demanda asistencial capaz de colapsarla, considero que se producirá una fuga masiva al sector privado de pacientes económicamente solventes y, con el tiempo, se podrá saturar la propia Sanidad privada; de lo cual, actualmente, existen indicios.

Simultáneamente, este problema podrá empeorar por la insuficiente inversión sanitaria del Gobierno central y su restrictiva repercusión a nivel hospitalario, con unos gestores implacables que exigen lo indecible al personal sanitario. Además, irónicamente, dichos gestores hospitalarios evitan abordar el problema de la "mala praxis" médica, sabiendo incluso que suele estar motivada por la gran presión asistencial por ellos establecida.

Finalmente, pregunto: ¿valió la pena reinstaurar la sanidad universal incondicional, tan utópica como demagógicamente adornada de "decencia cívica", si a largo plazo resulta económicamente inviable? A mi juicio, la respuesta es meridianamente obvia.

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