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Muerte de un maestro

El placer y privilegio de tratar a una persona que me orientó a ser lo que soy

La vida de los habitantes de Madrid es azacaneada y venturosa. Hoy es el primer día de anhelada lluvia después de la sed, y la ciudad parece embotada, ofuscada por la tormenta, aunque no por ello ceja en su ritmo febril. Sin embargo el tiempo se congela y retrocede cuando, con simultaneidad significativa Miguel Mingotes y Enrique Arenas me envían un "whatsapp" cada uno para decirme que José Ramón Fernández Costales ha muerto.

Mi maestro universitario, Sebastián Martín-Retortillo, muerto prematuramente -los maestros siempre mueren prematuramente- al iniciar la lectura de su discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España, dejó dicho algo que nunca he olvidado: "Somos lo que somos y lo que otros nos ayudan a ser".

Don José Ramón Fernández Costales apareció por el claustro del colegio de la Inmaculada cuando nosotros andábamos con las hormonas hiperactivas y lo teníamos todo claro. ¡Angelitos! Tuve la fortuna de ser su alumno. Me enseñó francés, me enseñó Derecho y me enseñó montañismo con suerte desigual; en resumen me ayudó, mucho, a ser lo que soy. Aunque lo que soy aún no esté demasiado claro todavía, qué se le va a hacer.

Entonces, albores de la España democrática, establecieron en los últimos años del bachiller algunas asignaturas de orientación universitaria, como se decía. Cuyo objetivo era ayudarnos a discernir qué queríamos hacer de mayores. Una de esas asignaturas se llamaba Introducción al Derecho y la profesaba don José Ramón, además del francés. Mientras tanto, en lo que hoy se llaman actividades extracurriculares, que ya son ganas de llamar, él dirigía excursiones a la naturaleza, punto de encuentro de todos los vitalistas. Una de aquellas excursiones montañeras fue también decisiva en mi formación, en este caso para saber por qué caminos no me llamaba la Providencia. Lo averigüé cuando haciendo rápel en la escuela de montaña de Quirós me quedé colgado mirando al horizonte, sin poder subir ni bajar, pensando serenamente sobre por qué me dejaba yo meter en aquellos líos, cuando era evidente que aquél no era mi destino.

Luego nos vimos en otras ocasiones felices, en torno a las cofradías de Semana Santa, en ocasiones colegiales o sociales varias, o simplemente en la calle. Escribo, antes de regresar al trabajo, para decir lo mucho que me apena su muerte, porque la pena tizna cuando estalla, como nos enseñara Miguel Hernández, y para agradecerle públicamente cuánto aportó a mi andadura. Para decírselo a él y a toda su familia, donde hay más juristas egregios. Don José Ramón, un placer, un privilegio, vaya usted con Dios.

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