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Apología de un guerrero

Memoria de Vicente Álvarez Areces a los 90 días de su muerte

Después del zarpazo por sorpresa se instala la estupefacción, una especie de estado catatónico que deja al personal paralizado. Al rato, el común se despereza del estupor y, ante una muerte en absoluto anunciada, siquiera atisbada, surgen cascadas de necrológicas, amasijos de crónicas, reportajes, entrevistas? innumerables surtidores de términos laudatorios: impulsor, trabajador, valiente, decidido, intuitivo, talentoso, infatigable, cordial, afable, inteligente, generoso, apasionado, referente, visionario, ambicioso, vitalista, impetuoso, renovador, dialogante, inconformista, cercano, entusiasta, demócrata, militante comunista primero, socialista después, alcalde de Gijón, presidente de Asturias, senador de España. Aunque todos esos atributos se aplicaran con justeza a la figura de Tini, me quedo con la expresión repetida por Marisol, su compañera, la más exacta: "Me casé con un guerrero".

Lo dejé escrito en otra parte y lo reitero a propósito hoy, el día en que se cumplen tres meses de su fallecimiento, en medio de una campaña electoral en la que de seguro se encontraría en su salsa, deseoso de fajarse por el proyecto socialista, ansioso por contender en defensa de su tierra. Sin titubeos. Porque eso era Tini Areces: un guerrero. El político que no se rendía ante las adversidades, que nunca daba la batalla por perdida, aunque la villa de Gijón, cuya alcaldía asumió en 1987, languideciera a ojos vistas aquejada de parálisis institucional, lacerada por feroces reconversiones industriales. El nuevo alcalde embridó las crisis, apagó los fuegos de las barricadas y elaboró un proyecto de ciudad que ilusionó a la mayoría del vecindario. Y la transformó radicalmente. Si apenas disponía de centros de enseñanza superior -solo migajas cedidas por el centralismo recalcitrante del alma máter capitalina-, conformó un auténtico campus universitario y colocó al lado un parque tecnológico, el primero de índole municipal, que se ha convertido en motor de desarrollo; si el urbanismo de Gijón padecía de malas prácticas y se enseñaba en las escuelas de arquitectura como modelo a evitar, el nuevo alcalde rediseñó una ciudad ordenada y amable, dotando a los barrios más depauperados de los mismos servicios con que contaban los territorios de los más pudientes: guarderías, escuelas, parques, centros de salud, equipamientos deportivos y culturales?; si la fachada litoral aparecía degradada, remozó su principal bahía, la de San Lorenzo, y añadió dos playas más y un puerto deportivo; si Gijón carecía de historia porque, por no tener, no tenía restos visibles del pasado romano y prerromano, mandó excavar murallas enterradas y la ciudad rebuscó en su pasado una memoria floreciente que se le había escamoteado; si la falta de empleo acuciaba a un número importante de ciudadanos, ideó y pactó con sindicatos y empresarios, mediante aportaciones municipales, regionales, nacionales y europeas (no dejaba escapar ninguna oportunidad de financiación), planes de empleo que fueron ejemplares, imitados por el municipalismo español. En fin, este nuevo alcalde provocó, suscitó el orgullo de ciudad que Gijón necesitaba para resurgir, contagió a la ciudadanía de ese espíritu de lucha tan opuesto a la sensación de resignación que imperaba antes de su llegada a la alcaldía (una sensación replicada, reeditada en estos últimos 8 años de desgana). Tres mandatos, doce años le llevó dotar a la mayor ciudad de Asturias del impulso necesario para alcanzar esa revitalización que se ha descrito a trazo grueso. En 1999 ganó por mayoría absoluta las elecciones al Principado de Asturias. El objetivo era claro: hacer en Asturias lo que había hecho en Gijón. A fe mía que lo consiguió, aunque este recordatorio tardío no pretenda acopiar los resultados de su gestión municipal ni se proponga redactar la glosa que se merecen sus otros doce años como presidente del Gobierno de Asturias.

Ni falta que hace. Si verdad fuera el dicho popular ese de que obras son amores y no buenas razones, sobrarían en este caso -tal es la evidencia- los relatos recopilatorios del trabajo político del alcalde y presidente fallecido. Si el aserto de fuente bíblica atribuido a Jesús, aquel en que sermoneaba a sus discípulos que a las personas se las conoce por sus obras, fuera verdadero, nada habría que añadir al final de la conocida trayectoria vital de Tini. Pero ni soy creyente ni adicto a las sentencias del refranero, ni tampoco me creo que todo el mundo sea bueno como sostenía el torero. Por eso he decidido, a sabiendas, incurrir en apología sentenciosa (quien no sufra de contradicciones que tire la primera piedra), arrostrando el riesgo de que tachen a uno de panegirista los impacientes tullidos por el odio al campeón, que diría Jaime Poncela.

A esa fauna que retrata magistralmente el mentado periodista Jaime Poncela (retratos de los que me apropio y recompongo a mi antojo) en, al menos, un par de sus excelentes "artículos de saldo" y a otros especímenes de mi cosecha que intercalo a capricho va dirigido este elogio enfático. A saber: a los profesionales del resentimiento; a los jodidos por el resplandor ajeno porque ilumina sus propias telarañas; a las gallinas disfrazadas de gallina; a los eternos adolescentes enfadados que se creen savonarolas impolutos, siempre con el dedo acusica en ristre; a los roñosos desinformados, adoradores de su particular mediocridad; a los aprendices de inquisidores, albaceas de la moralidad, parapetados tras catalejos con anteojeras prejuiciosas; a los exhibidores de un permanente descontento alimenticio y estético; a los patricios soberbios incapaces de soportar que el hijo de una maestra de escuela y de un número de la Guardia Civil ostentase largamente el poder; a la caterva de destructores sistemáticos de cualquier obra; a los diletantes de cierta progresía divina de la muerte; a los conservadores reacios, obstinados; a los fachas de capirote?

Ante toda esa tropa de la mezquindad conviene reafirmar precisamente hoy, a los noventa días de su muerte inesperada y en mitad del fragor electoral, que Vicente Álvarez Areces -también lo dejé dicho en otra parte- entendía la política como un compromiso indeclinable, un servicio público útil -no aparente o impostado, ni tampoco circense-, capaz de resolver los problemas esenciales de los ciudadanos, como un instrumento práctico de transformación social, como armamento o armazón imprescindibles para la construcción de espacios de libertad e igualdad. Y la ejerció, doy fe otra vez, como el guerrero más combativo y glorioso de nuestra tribu.

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