La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Otro mundo es posible

El final del año litúrgico, una oportunidad para revisar la palabra de Dios

"Nada te turbe, nada te espante". Es un verso conocido de Santa Teresa. Nos viene bien tomarlo como medicina del espíritu para serenar nuestro ánimo, porque "Andaban los tiempos recios" decía, los de ella hace cinco lustros y los de hoy nuestros. El verso, que tiene como secreto para no caer en turbación, el que "Solo Dios basta", lo he elegido como identificativo del estilo que quisiera dar a esta columna. Pretendo sencillamente hacer ver que la Palabra del Evangelio de cada domingo, que se proclama el mismo pasaje en el mundo entero, es "Palabra de Dios" que puede iluminar la vida de la persona en todos los tiempos. Merece la pena escucharla. Hace pensar, algo que estamos abandonando, porque vivimos a golpe de "clip": "Haga clip aquí", es la consigna permanente. En uno de sus chistes diarios decía El Roto, siempre tan inteligente: ¡No necesitáis pensar, vivís en una sociedad avanzada!

Este domingo finalizó el año litúrgico. Sí, no coincide con el calendario gregoriano de los doce meses. El año litúrgico nos ayuda a recorrer la vida de Jesús de Nazaret. Celebra ciclos que tienen una hondura y sabor especial: en adviento se activa la esperanza; en navidad el amor, la ternura y la alegría; en cuaresma la reflexión y revisión de nuestra conducta; en la Pascua rejuvenecen las ganas de disfrutar una vida nueva? Ayudan a romper la monotonía del correr y suceder de los días.

Finaliza con una fiesta de Jesús: Jesucristo Rey del Universo. Así la denominó la reforma conciliar para quitarle todo matiz político que pudo tener en sus orígenes. La creó Benedicto XI en 1925, después de la primera guerra mundial, cuando se derrumbó el sacro imperio austro-húngaro y con él reyes y emperadores. Pretendía que los nuevos Estados que surgen reconozcan a Jesucristo como Rey para no caer en el laicismo o en el comunismo ateo. Es el tiempo de las consagraciones al Corazón de Jesús y del levantamiento de las grandes imágenes monumentales que se admiran en muchas ciudades. Algo tuvo que ver también con el llamado nacional-catolicismo que pasó a la historia.

El título de rey no fue del gusto de Jesús. Huyó de él. No encaja con el estilo de su vida. Cuando lo aceptó, en el pretorio de Pilatos, más que sensación de grandeza y poder, provocaba risa y compasión. Replicó que no era de este mundo. Su trono fue la cruz y su corona de espinas. Símbolos de su entrega y amor infinitos, especialmente a los últimos, a los excluidos. Así han sido vistos la cruz y el crucificado a lo largo de los veinte siglos de historia.

Hay en España algunos que padecen manía obsesiva por arrancar y suprimir el símbolo del crucificado que a lo largo del tiempo ha servido para identificar nuestra cultura y, sobre todo, para no olvidar la memoria de tantos crucificados, y mover a la defensa de excluidos, pobres y abandonados. En seguimiento suyo muchos han embarcado su vida. ¿No serán estos últimos los que más pierdan con este antojo de ideología sesgada? Me pregunto si harían lo mismo con los retratos del Che Guevara, Martin Luthero King o el P. Ángel tan rompedor de clichés y tan mediático?

De lo que sí habló insistentemente Jesús es de construir el Reino de Dios. No es territorial, es de valores. Hay un sueño inherente a la humanidad: otro mundo es posible. Este Reino de Dios pone los mejores cimientos: verdad, justicia, amor y paz. Hoy se reclama a gritos su necesidad en España. Tienen garantía y son indispensables.

Compartir el artículo

stats