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Escuelas de inconformismo

Cierre de curso distópico e indispensabilidad de la enseñanza pública

Defendía el pedagogo Paulo Freire que el objetivo de la educación no es que niñas y niños se adapten al mundo sino que lo transformen. De seres inconformistas han salido vacunas, sinfonías, la comprensión del cosmos o conquistas de derechos que ahora parecen haber estado siempre ahí.

Hacer las cosas como siempre, nos habría dejado en las cavernas. Así que la tarea del docente, más allá de transmitir conocimientos -como quien pasa el testigo en una carrera de relevos- es la de ayudar a construir un ser pleno, crítico y valiente. Que consiga saber más que quien le ha formado. Francamente, nos va la especie humana en ello.

La pandemia nos ha despejado la mirada sobre la indispensabilidad de la sanidad pública. Ahora sabemos muy bien con qué no se juega, qué cataclismos individuales y colectivos trae comerciar con lo esencial. Nos hemos rendido también a la entrega, más allá de lo exigible, de las y los profesionales sanitarios. Y eso que la historia de lo vivido está aún por escribir.

En un plano más discreto, casi desenfocado, está la docencia en este tiempo. Las y los profes han puesto sus recursos y horas, se han formado a la vez que formaban, apoyado entre ellos, perseguido virtualmente al alumnado, alertado de necesidades, desesperado y recompuesto, hecho lo que sabían y hasta lo que no.

Han convertido las instrucciones de emergencia -al límite de lo posible y, a ratos, contradictorias- en la realidad de un curso concluido. Y no de cualquier forma. Puede que no se hayan impartido todos los contenidos pero estos meses distópicos traen una provechosa lección de vida. ¿La entenderemos?

Podemos hacer como que no pasó o podemos tomar nota y pensar seriamente -al igual que con nuestros sanitarios- en lo que damos y pedimos a nuestros docentes. Casi 13.000 en la enseñanza pública asturiana. Esa que, como la sanidad, nos iguala en derechos, no selecciona ni segrega, incluye. Es imprescindible.

La docencia tiene ese punto de ingratitud de todo trabajo con personas; ciertamente, hay momentos que compensan todo. Pero una dosis extra de cáliz amargo es ese cicatero reconocimiento social hacia una función tan decisiva, el silencio atareado de las administraciones y hasta andanadas interesadas rayanas en la irresponsabilidad como las críticas a la enseñanza pública desde las academias; un sector muy respetable que no necesita sembrar miedos infundados para generar negocio. Mal vamos por ahí.

Si comprendemos como sociedad que nuestros centros educativos han de ser escuelas de inconformismo para tantas respuestas que hoy no tenemos, quizás empecemos a enfocar mejor el próximo septiembre. Y los siguientes.

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