La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

230424LNE ANGEL GONZALEZ 173522080

Gracias, Luis

Aunque haya tratado poco a Luis Sepúlveda, y sin suficiente intensidad, me ha bastado para apreciar su inmensidad. La disposición a entregarse sin medida a las cosas. Una especie de desbordamiento sin pérdida nunca del flujo principal. La resignación a que, una vez que el genio ha salido de la botella, lo natural es dejarle hacer, y no empeñarse en encerrarlo otra vez en el vidrio para administrarlo gota a gota.

Difícil distinguir lo que era su carisma de lo que era él, pero diríamos, de modo algo pomposo, que esa indiscernibilidad de uno y el carisma de uno es la prueba de vida del carisma.

De igual modo el signo de grandeza sería la equivalencia de tamaño entre la inmensidad del propio ego y la inmensa generosidad para repartirse y repartirlo en todo lo demás, un todo formado por familia, amigas y amigos, colegas, lectoras y lectores, causas, género humano en general y universo mundo, tierras, mares, animales y plantas incluidos.

Él ayudó muchísimo a colegas, otro signo de grandeza, tan infrecuente en la miserable sociedad literaria.

Se comprometió con todas las viejas causas de la izquierda, manteniendo el tipo ahí cuando la historia iba dejando atrás muchas de ellas. Pero a la vez supo adivinar las nuevas causas de la humanidad, y puso un pie en ellas.

Gijón lo quiso y él quiso a Gijón. La ciudad se sentía orgullosa de tenerlo entre los suyos. Habría quien no, sin duda, pero las unanimidades solo acreditan la inautenticidad de aquello que es unánime.

Luis Sepúlveda, grande en vida y grande también para morirse, si es que vida y muerte fueran dos (y si es que cabe grandeza en ese trance impuesto). Fue el primero en caer entre nosotros, y vive Dios que se resistió lo que pudo, y más, supongo que como un león enjaulado por los barrotes de la cama y atado a los tubos.

Imaginemos que tenía conciencia, en su mente profunda, de que si se dejaba ir muchos irían cayendo detrás de él. Quizás no haya sido así, pero en su grandeza más íntima cabrían también este tipo de pensamientos. Gracias por ellos, Luis, o, de no haberlos tenido, por haber llevado una vida solidaria que nos deja imaginarlo.

En cuanto a su obra, tengo muy poco que decir, pues ya lo dicen ella y los millones de lectores a los que ha dado la felicidad que apareja la belleza.

Creo que su paradigma en la literatura era el cuento. Decir el cuento infantil sería una redundancia: el cuento verdadero siempre es infantil, incluidos los cuentos de terror (o sobre todo los cuentos de terror) como "La Metamorfosis", o esa celebrada colección de cuentos de aventura nombrada "El Quijote". O, yendo al primer principio, la parte central de la propia "Odisea".

En el genuino cuento debe haber fantasía, intensidad natural, pasiones primarias (igual que hay colores primarios) como miedo, amor, azar, aventura, y, en la forma, aparente simplicidad, cromatismo, sencillez del lenguaje, que en modo alguno es incompatible con su riqueza.

Nacido algo tarde para la revolución (quiero decir, para aquella), la vivió (y padeció) en, digámoslo así, su crepúsculo, y eso infunde siempre una melancolía de fondo, tan distinta de la nostalgia, pues en la primera, de forma paradójica, suele pervivir siempre una llama inagotable de entusiasmo. Quizás se subió a ella, a la revolución, al modo en que lo hizo Alejandro, "El último grumete de la Baquedano", un cuento de su venerado Francisco Coloane que tiene poder para inspirar una vida, y también una forma de hacer literatura.

Gracias, Luis, y gracias, Carmen, por lo mucho que te toca.

Compartir el artículo

stats