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Grecia al rescate | II

Un tábano que toca la flauta

Sócrates confinado en la cárcel de Atenas antes de beber la cicuta

Un tábano que toca la flauta Enrique Á. Mastache

Sócrates estuvo confinado en la cárcel antes de ser ejecutado con cicuta. ¿A qué dedicó Sócrates su tiempo libre en el confinamiento? ¿Qué podemos aprender de un filósofo famoso por saber que nada sabía? ¿De qué sirve hablar de Sócrates en tiempos de coronavirus? No sirve de nada. Sirve para todo.

La condena de Sócrates no fue producto, como podría parecer por la acusación de impiedad, de la intolerancia religiosa, sino resultado de unas especialísimas circunstancias históricas (derrota en la guerra del Peloponeso, gobierno de los Treinta Tiranos, restauración de la democracia) que sumieron a Atenas en una brutal crisis política y también moral. No se acusó a Sócrates de herejía, ni de no creer en las historias de la mitología. La religión de Estado ateniense era una cuestión de culto, pero no tenía dogmas teológicos, ni una clase sacerdotal que fuera la única autorizada para interpretar los mitos ni, muchos menos, libros sagrados (la "Ilíada" no era como la Biblia o el Corán, y no era un delito contra la religión no creer en la mitología de Homero). Para los griegos, un sacerdote no era un hombre llamado por una vocación al servicio divino, sino un hombre como los demás que a veces por herencia, pero casi siempre por elección o sorteo, era designado para cumplir en nombre de la comunidad los ritos y ceremonias exigidos por un dios. C. M. Bowra describe la religión griega de esta forma: una religión que comienza en un momento que no puede fijarse y cuyas raíces se hunden en un pasado sin fecha, que carece de profeta eminente o de legislador que diera a conocer la naturaleza de los dioses, que carece también de libros sagrados (solo los cultos minoritarios secretos disponían de textos religiosos) cuya autoridad fuera decisiva en la doctrina y en la moral, que no tiene una organización centralista en su jerarquía, ni una cosmología revelada, que no hace hincapié en la ortodoxia, ni tiene una escatología unánimemente reconocida, ni un programa aceptado de redención. Pues sí, extraña y fascinante religión. Tan extraña y fascinante como Sócrates.

En el "Fedón", el diálogo platónico que describe las últimas horas de Sócrates, se citan todos los amigos y discípulos del filósofo que le acompañaron antes de tomar la cicuta: Apolodoro, Esquines (conocido como "el Socrático"), Antístenes (el fundador de la escuela cínica), Epígenes, Hermógenes, Ctsipo, Critón, Critobulo (hijo de Critón), Menéxeno, Fedón, Simmias y Cebes (tebanos discípulos del pitagórico Filolao de Crotona), Fedondas, Terpsión y Euclides (fundador de la escuela de Megara). Platón estaba enfermo, y no pudo acompañar a su maestro. Como el final está cerca, Sócrates se lava, para evitar así a Jantipa, su mujer, el mal trago de tener que hacerlo ella. Sócrates se despide de su llorosa mujer y de sus hijos (dos niños pequeños y uno ya grande, según Platón). Como vemos en "Sócrates", la maravillosa película de Rossellini, Jantipa sale, no sin antes gritar: "¡Vas a morir injustamente!". La réplica de Sócrates es incontestable: "¿Preferirías verme morir justamente?". El hombre que suministra el veneno, que ya lo lleva disuelto en una copa, se lo da a Sócrates, y le aconseja caminar hasta sentir que le pesan las piernas, entonces se recostará y dejará actuar el veneno. Según el "Fedón", Sócrates coge la copa y "con su mirada taurina", pregunta si puede hacer una libación a algún dios, pero el que le dio el veneno le contestó que solo machacaban la cantidad que creían precisa para beber. Todos lloran. "¿Por qué lloran?", dice Sócrates. "¿No saben que desde el momento del nacimiento, la naturaleza me ha condenado a muerte?". Sócrates permanece tranquilo, consecuente con las palabras que Platón pone en su boca en el "Fedón": "Un hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ese no es un filósofo, sino alguien amigo del cuerpo". Tranquilo y obediente, Sócrates pasea por la prisión hasta que las piernas empiezan a pesarle. Sus amigos le ayudan a acostarse. Como dijo Lamartine, el último día de Sócrates no difirió en nada de todos sus demás días, si no es en que el filósofo no tendría un mañana: bebió la cicuta como un brebaje ordinario, y se acostó para morir como lo habría hecho para dormir. Sócrates, sintiendo que llega la hora de morir, se cubre la cabeza. En el último momento, la destapa y dice: "Buen Critón, le debemos un gallo a Esculapio, no te olvides". Son sus últimas palabras. Sócrates se cubre de nuevo la cabeza. El filósofo se estremeció antes de morir, el verdugo lo descubrió y Critón, ese amigo generoso y práctico que siempre se ocupó de la prosa de la vida de Sócrates, como le describe hermosamente Antonio Tovar, le cerró los ojos y la boca.

¿Qué hizo Sócrates en su confinamiento, con la cicuta llamando a la puerta de la cárcel? No perdió tiempo pensando en huir. No pasó por las fases del duelo descritas por Elisabeth Kübler-Ross (negación, ira, negociación, depresión y aceptación). No maldijo su suerte, ni culpó a los dioses, ni se arrepintió de haber llevado una vida de examen tanto de sí mismo como de los demás, ni bramó contra sus acusadores, ni despreció a los jueces que lo condenaron. Sócrates siguió dialogando con sus discípulos, continuó haciendo preguntas y murió como lo que siempre había sido, un tábano que pica para impedir que sus conciudadanos se duerman y no presten atención a la virtud. Y algo más. Sócrates se esforzó en aprender a tocar una melodía con la flauta mientras le preparaban la cicuta y, cuando le preguntaron que por qué empleaba sus últimos momentos de vida en algo tan absurdo, respondió que lo hacía para saber esa melodía antes de morir. Cielo santo, ¿por qué? ¿Por qué Sócrates tiró a la basura esos preciosos minutos aprendiendo a tocar una melodía con la flauta? ¿Para saber tocarla? ¿En serio? Decía Aristóteles que un ciudadano debe saber tocar la flauta, pero no demasiado bien porque se supone que tocar muy bien la flauta exige mucho tiempo, mucha dedicación y mucha paciencia; un tiempo, dedicación y paciencia que sería mejor emplear en otra actividad más, digamos, importante. ¿Qué pensaría Aristóteles si hubiera visto a Sócrates tocando la flauta justo antes de morir? Otro día intentaremos contestar a esa pregunta. Hoy toca pensar qué hacemos con esta picadura del tábano Sócrates.

Tocar la flauta, leer un libro mil veces leído, ver una serie con infantil indisciplina, regresar al amor de Ilsa y Rick en "Casablanca", dibujar un campo lleno de amapolas, cantar sin estar en la ducha, encontrar la proporción perfecta de mantequilla y mermelada en la tostada, limpiar los rincones que nadie puede ver, lucir nuestra camisa favorita para no ir a ninguna parte, mirar por la ventana a los que miran por la ventana, detenerse en acariciar pieles amadas, buscar en el armario algo que sabrás que estabas buscando justo en el momento en que lo encuentres, oler el café antes de beberlo, doblar cuidadosamente la servilleta que pronto morirá aplastada por dedos y labios, escribir un poema y esconderlo en la parte más oculta del cajón más insospechado, sacudir la hucha que sabes que solo contiene unas pocas monedas arrojadas allí en un día de euforia, domesticar ese remolino en el pelo que se ríe de nosotros todas las mañanas, imaginar que algunos sueños se cumplieron? ¿Por qué? ¿Para qué? Porque sí. Para hacer todo eso no antes de morir, sino antes de volver a vivir. Gracias por la picadura, Sócrates. No duele nada.

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