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Al cuarto o quinto año

La formación de la personalidad y los factores que intervienen en ella

El delincuente, el acosador, el insolente desconsiderado, todos ellos vulgares despotillas, coinciden en la indiferencia que les merecen los otros. Cabe decir que estas personas, ya en los primeros años de su vida y en el entorno familiar, han ido adquiriendo estos fundamentos de la personalidad, esta falta de interés por los demás. Se dirá que se observa cierta camaradería y lealtad, al menos, con amigos y colaboradores. Cierto. Pero esta camaradería y lealtad no va más allá de la manipulación de estos próximos; una vez alcanzado sus objetivos, si de éstos el despotilla no va obtener el servicio para satisfacción de su egocéntrico interés, pasarán a ocupar un lugar muy periférico, quedarán relegados a un fondo ignorado.

Sorprende cuando menos que estas personas, a pesar de la desaprobación social o de recibir enseñanzas con vocación de ayudarles a entender lo que se ha de entender, no corrigen, sino más bien se muestran obstinadas y mantienen conductas que en nada les benefician, y siempre acaban por perjudicar a próximos y lejanos. Para hallar una explicación de tan incorregible actitud ante los otros -el mundo siempre es un mundo humano, el del encuentro con los otros- habría que indagar, desandando la biografía hasta los primeros años de la vida, de quien se resiste entender lo que se ha de entender.

Al cuarto o quinto año, el individuo tiene formado los fundamentos psico-afectivos de su personalidad, formación que estará presente como sombra inseparable a lo largo de su vida. Es lo que se conoce como "forma de ser". Lo que perciben en la conducta de sus educandos las personas que, por razones profesionales, tratan diariamente con jóvenes que van de cinco años hasta pasada la adolescencia es esto, "la condición" o "forma de ser" o "espejo del ambiente de casa", del tejido de relaciones entre sus componentes. Se trata del legado de los padres a los hijos como modelo de hombre y mujer, del modo de ser como persona; son los ojos por los que el joven comienza a conocer el mundo, a verse a sí mismo y a los otros. ¿Qué decir del adulto?

Estos rasgos adquiridos, desde temprana edad, se ponen de manifiesto en los juicios de valor, preferencias, consideraciones dispensadas a propios y extraños; en fin, en la cosmovisión que guía cada acto del vivir del individuo. Estos fundamentos, en razón de la estimulación que el individuo reciba a temprana edad y de su capacidad intelectual, sufrirán modificaciones de mayor o menor calado, pero, sin llegar a desaparecer: es la herencia recibida de papá y mamá. Efectivamente, en individuos inteligentes, quienes viviendo aprenden mediante la comprensión y asunción de los errores propios, aquel rostro familiar adquirirá pinceladas que acaban por desdibujar las primitivas adquiridas.

Por su parte, la persona interesada, la persona para quien nada de lo humano le deja indiferente, para quien el otro es acontecer en la urdimbre de su circunstancialidad y todo lo que de este otro le pueda llegar es importante, para esta persona interesada, oidora y observadora, sin necesidad de formación académica en el orden de lo insondable del ser humano y de su conducta, percibirá en su interlocutor ese trasfondo de lo que fue el originario cosmos humano y en quien ha pasado a constituir su forma de ser.

En este orden de cosas, en la que tiene el encuentro con el otro, es frecuente oír decir a alguien que conoce bien a otra persona porque sabe cuáles son sus hábitos, posibles actitudes en determinadas circunstancias, gustos, filias, fobias; en fin, aspectos todos que corresponden -por así decir- a la capa más externamente observable. Hay ciertamente una capa de un hondo mayor, sólo accesible a quien va al encuentro sincero con el otro, movido por la compasión, por la disposición sincera a hacer propio el sentir del otro, a colocarse en el lugar del otro, única forma de sincero entender, conocer a este otro que se hace real en la urdimbre de su propia circunstancialidad.

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