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Psicóloga y logopeda

Eva y Adán

La individualidad, el rasgo natural e inequívoco del ser humano

Ambos, mujer y varón, tienen en común el hecho de hallarse arrojados al mundo. El mundo físico se presenta constituido por cosas. De cada realidad física cabe decir que sólo le es dado ser cosa, estar ahí, ajustada -por su naturaleza- a otras; en fin, estar entre cosas. También, el acto de existir del individuo humano, en cuanto su existir lo es en este mundo, es estar. Pero es el caso que el modo de estar no es de realidad cosificada. No; a cada hombre le corresponde tener un "ámbito personal". Lo propio del hombre es tener circunstancia personal y en la que no puede ser suplantado por ningún otro hombre. El ámbito personal -se debe insistir- es único. Esta determinación es consubstancial a todos los miembros de la especie humana. Es propio de ella que cada uno de sus miembros se agote en ser pura individualidad. Es ley natural la radical diferencia entre los humanos y, consiguientemente, cualquier intento por hacerles iguales está condenado a fracasar.

Efectivamente, todos los miembros de la especie son humanos; todos tienen en común la humanidad, de la que cada cual, en cuanto humano, se halla participado. Así, reza en el relato veterotestamentario: "Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen suya lo creó, y los creó macho y hembra". Párese mientes en el detalle de que mujer y hombre son creados a imagen del Hacedor. Ello significa que ambos poseen el mismo rango óntico; por consiguiente, igualdad en dignidad, adquirida en la semejanza con Yavé. En razón de esta igualdad, están llamados a compartir un mismo proyecto -proyecto compartido sólo lo es entre iguales-, el de convivir, el de hacer una vida en común; adherido el uno al otro -reza el relato bíblico- "vendrán a ser los dos una sola carne". Y no puede ser de otro modo, al tratarse de dos seres que comparten la misma pasta ("costilla"). Es esta humanidad el rasgo de identidad compartido por todos los miembros de la especie. Ahora bien, es en el ser, en la esencia de esta humanidad, donde se halla el principio diferenciador, por así decir, individualizador, que confiere a cada miembro de la especie el destino de hacerse a sí mismo, de ser él y no los otros. Esto, considerado la esencia, la de la especie humana, es precisamente lo que determina que cada uno sea el que es, diferente a los otros. La esencia específica, de la que es participada cada uno de sus miembros, conlleva la diferenciación individual, la irreductibilidad individual, la individualidad. De ahí que, ante el juicio referido a un grupo o medida aplicada, sin hacer las pertinentes diferencias entre sus componentes, se encuentre con la oposición y resistencia, de quien exige que se tenga en cuenta que "él no es los demás"; la exigencia, pues, del reconocimiento de su irreductible individualidad. ("El individuo no soporta el no ser considerado más que una fracción?; su unicidad se subleva contra esa concepción que lo disminuye y lo rebaja").

Así, esta esencia o ser común determina que cada uno sea su propia vida que, en cuanto tal, es única y, en el hacer la vida nadie le pueda suplantar. Hacer, pues, la propia vida, el ser actor y guionista del propio vivir convierte a cada miembro de la especie humana en individuo, en único. Pero es el hecho que a cada cual le acontece estar instalado en su cuerpo, un cuerpo que lo es sexuado, y en él, hacer "su propia vida". Es este cuerpo sexuado, atalaya única y personal, desde el que el individuo otea su pasado, se aprehende a sí mismo haciendo la vida con los otros y se orienta a su mañana. En fin, Eva y Adán están instalados en su sexo, y esta condición sexuada no sólo lo es corporal, sino también psíquica.

Es desde esta radicalidad, desde esta individualidad radical, como se pueda entender la diferencia mujer-varón y, con ello, la conveniencia del reconocimiento mutuo en la diferencia o individualidad.

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