Los libros son parte esencial de mi vida, sin ellos sería otro bien distinto. No alcanzo a ver un solo día sin lectura.

Puede que esta afirmación resulte cursi a algunas personas, pero no por ello deja de ser mi realidad.

Mi relación con los libros es de amor. Amor profundo, sin límites, sin reproches, sin desengaños -bueno, un poquito sí con los que no me gustan-; les he sido fiel y sé que mi amor hacia ellos llegará hasta mi último aliento. Solo el maldito Alzheimer podría separarme de ellos.

No es una pasión enfermiza. Remueven mis entrañas. Exaltan mis sentimientos. Me hacen pensar. Me proporcionan una soledad tan gratificante que en ocasiones rehúyo a otras personas para acabar un libro.

Han sido tantas horas, tantos años de tan intensas emociones, que no dejan de sorprenderme quienes afirman que no les gusta leer. No lo echan en falta ni piensan que se están perdiendo algo bueno. Están en su derecho y ellos eligen ¡faltaría más! Pues así y todo, lo siento por ellos.

Lo mío es aún más grave: me gusta leer en papel. El tacto con el papel, el peso del libro, el olor, utilizar marcador de páginas, subrayar con lápiz y escribir en los márgenes cuando procede, todo eso le confiere a mis lecturas algo más personal. El mundo digital, que tanto me interesa, no me pone a la hora de leer.

Hoy veo con perplejidad un revisionismo literario que se aleja de la crítica literaria que toda obra necesita y se acerca más a posicionamientos que no comprendo y que se acercan a la intransigencia. Eso me duele. No es el momento de hablar de esto.

Hoy, Día del Libro, quiero reafirmar públicamente mi profundo amor por ellos. Les sugiero que les hagan un hueco y les den una oportunidad. No hace falta que los compren, acérquense a su biblioteca pública y recorran sus estantes. Ojeen uno, otro, el de más allá y llévense alguno. No tengan prisa, disfrútenlo.

Todos los días de mi vida son el Día del Libro.