Hay un género literario al que me he vuelto adicto, que son las necrológicas de personas desconocidas. Siento al leerlas una morbosa nostalgia por no haber disfrutado de esas bondades que del difunto se cuentan y aunque sé que la realidad no encajaría en ese relato, me gusta imaginármelo y sentir la admiración que el biógrafo sugiere y casi agradecimiento por esa vida vivida que me invita a pensar cuánto puede el ser humano llegar a ser.
Vivo en las necrológicas de los desconocidos una vida no vivida. La de los conocidos es otra cosa. Uno busca allí consuelo a la vez que lamenta que esos dones con los que nos enriquecía nunca más los gozaremos. Y cuando estos dones eran muchos, como los que tenía, y repartía generosamente, Juan Benito Argüelles, la tristeza por la pérdida es mayor y más difícil de reparar. No me creo capaz de reducir a unas líneas una personalidad tan potente y proteica como la de Juan Benito. Otros con más talento ya lo han hecho.
Prefiero recordarlo con una anécdota. Ya bastante enfermo, quizá la última vez que acudió a la asamblea del Círculo Cultural de Valdediós, otra de sus creaciones junto con Lola Lucio, intervino para cerrar una discusión que se alargaba. Ese año se había invitado a varios políticos que habían dejado su cargo, entre ellos a Santiago Carrillo y a Jordi Pujol. Fueron conferencias de mucho éxito. Pero un grupo de socios manifestó su repulsa a que se hubiera dado a Carrillo esa tribuna. Se produjeron varias bajas. Juan Benito zanjó la discusión diciendo que ninguno de los que se dieron de baja o planearan hacerlo por ese motivo pertenecía al Círculo. Admiré esa contundencia en su juicio que mostraba la solidez de sus convicciones, un hombre cuyo talante liberal quizá sea la virtud más reconocido. Tolerante, sí, pero no con la intolerancia o con todo aquello que va contra los derechos humanos. Su memoria me servirá de ejemplo y cada vez que invocándolo siga un camino, en él revivirá. Era un hombre bueno.
