Luz y color son los componentes esenciales y casi únicos de la belleza puramente sensible del paisaje, y además la condición necesaria para el conocimiento de su belleza real. Creo que la luz y el color son por si mismos sujetos de encanto, objetos únicos de nuestra contemplación y es que tienen valor sustantivo propio.

Así que cuando gozamos el azul del cielo o del mar, o del verdor de una montaña, por ejemplo en un entorno como el de Somiedo, percibimos sobre todo esos dos elementos.

La luz y el color están al servicio de la hermosura y esta hermosura cromática del paisaje requerirá su luz, ya que la luz es portadora del color y éste viene cabalgando en una onda de determinado tamaño como una sirena sobre las olas del mar. En el orden estético y en el psicológico, quien sabe también si en el físico, la luz creo que es el vehículo del color y por tanto vehículo de agrado sensible y espiritual del paisaje, pues el color es por excelencia la belleza puramente visual de éste. Pero además del color, la luz trae cosas tales como tamaños, formas, orden vital, valores de la cultura humana impresos en el paisaje.

La luz es, pues, esencialmente, la condición del conocimiento total del paisaje: de su belleza sensible, de su hermosura, pues se puede pensar que la luz tiene belleza propia, es el esplendor físico de la unidad de todas las cosas. El color es elegancia meramente sensible y por tanto belleza propia, no ajena, es el esplendor físico de la multiplicidad y variedad de todas las cosas y separa a cada una y es el conocimiento visual lo que la individualiza como esplendor individual. Por tanto luz y color se necesitan mutuamente. Ahora bien, cabe hacerse algunas preguntas: ¿Dónde está el color en la superficie de la cosa o en la retina? Podríamos preguntarnos también qué es realmente el color.