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La mar de Oviedo

Orquitis de oro

Que os muráis aquí mismo si lo que digo no es verdad, aunque los escritores tengamos licencia para mentir. Saliendo por la Pixarra, en la glorieta de la N-634, junto a la Casuca del Regueranu, al detenerme para dejar paso a otro vehículo que entraba en la rotonda, un señor cruzó por delante del capó de mi coche haciéndome señas para que bajara mi ventanilla; no llevaba él limpiacristales ni esponja, tampoco ofrecía clínex, no lanzaba fuego por la boca ni tragaba sables. En cuanto bajé mi ventanilla se metió la mano en los pantalones y sin más demora, por el hueco del cristal encaramó su testículo derecho, del tamaño de un coco y me pidió ayuda. Le recomendé, aunque no es mi especialidad, que mantuviera relaciones sexuales seguras y se vacunase contra las paperas, y me ofrecí a llevarlo al HUCA, pero me dijo que sólo quería una limosna por su exhibición. O sea, no quería matar la gallina de los huevos de oro.

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