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Con vistas al Naranco

El escupitajo

Como ya escribí en columna anterior, para una novela de José María Gironella, los legionarios compiten por escupir más alto, en lo que nos distrajimos alguna vez todos los soldados y reclutas que en el mundo fuimos. El escupitajo hace sesenta años no era de buena educación pero la frecuencia hacía tolerancia. Los más higiénicos daban a su propio lapo, lo llamábamos así en el colegio, un pisotón ingenuo con el que pretendían reducirlo en sus efectos ambientales. El gran Borges describe a un personaje del Puerto bonaerense cuya forma de escupir era objeto de imitación. En las oficinas, las peluquerías, los espectáculos había escupideras que, en los cafetones de lujo, eran de estampadas marcas inglesas. Luego, frisando 1960, desapareció de repente la costumbre y la ostentación de flemas se convirtió en arma exclusiva de agresividad contenida, muy utilizada entre antideportivos jugadores de fútbol en disputas de los reglados "saques de esquina".

Eso precisamente, agresividad contenida, lo reconoce el irrespetuoso agresor a Pep Borrell. Las escupideras, que tanto protagonismo mobiliario tuvieron en el Congreso de Viena de 1815 ya ha mucho que fueron retiradas de la Carrera de San Jerónimo, donde las hubo, y ante la posibilidad de que cámaras y fotógrafos le delataran, el estúpido diputado, experto escupidor, Jordi Salvador, se tragó hacia dentro parte de su intolerable salivazo, como si nada hubiera sucedido. No era la primera vez que se orquestaba y negaba por los mismos suyos; a Su Majestad el Rey le escupieron también, más o menos los mismos, en Barcelona aunque el receptor fue un ilustre ovetense, el bueno de don Alfredo Martínez Serrano, Segundo Jefe de Protocolo.

ERC en el hemiciclo congresual madrileño y en las calles barcelonesas ha mucho que ha renunciado a las exquisitas formas de Josep Tarradellas, al que tuve el honor de conocer, aunque, eso sí, probablemente teatralizan como nadie al personaje borgeano y aún el refrán de tirar piedras y esconder manos.

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