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Ana y Oz

La sesión del sábado, vista por un padre y su hija de 4 años

Ana se ha quedado dormida en el coche. Tiene cuatro años y acaba de pasar todo el día en el Centro Asturiano. Uno de esos días en los que, si fuéramos capaces de almacenar toda la energía derrochada, podríamos hacer despegar con ella un transbordador espacial. La jornada de su padre, que ahora la acuesta, despacio, en el sofá, ha sido un poco distinta. La noche del viernes se había sorpendido a sí mismo en el Diario Roma, a las seis de la mañana, tras arrastrar sus cuarenta años por unas cuantas horas de celebración. Se ha levantado a las diez porque tenía que actuar en Gijón, en una sesión vermú, y, a la vuelta, ha subido directamente a la ladera del Naranco. Así que, como aún queda una hora para ir a ver "El Mago de Oz", decide tumbarse al lado de su hija, para compartir un sueño, y despejar la resaca y el arrepentimiento.

A las 20:15 horas, el padre se despierta un poco confuso y se da cuenta de que van a tener que darse prisa si quieren llegar a tiempo a la proyección. Ana sigue soñando con algún lugar más allá del arco iris y no tiene pinta de tener necesidad de caminar por el sendero de baldosas amarillas, como esas que SACO ha desperdigado por la ciudad durante la semana, señalando la ruta para llegar a los lugares de interés de la ciudad esmeralda de su programa. No queda otra que subirse a la niña a los hombros y echar a correr. Por un momento no resulta difícil sucumbir ante la idea de no asistir y quedarse durmiendo un poco más. Pero la expectación generada por el evento (las entradas se agotaron en apenas veinte minutos) convence. No sería justo dejar vacías dos butacas que alguien podría haber disfrutado.

Así que padre e hija recorren las calles de Oviedo a toda velocidad para, finalmente, llegar a tiempo a un Teatro Campoamor que se muestra encantador y mágico. La resaca suele ser, habitualmente, un lugar idóneo para la nostalgia y la ternura. Por eso la tarde parece empezar de nuevo mientras se sientan en las butacas del anfiteatro. El mundo ha empezado a convertirse en el escenario de un musical. La platea se ha llenado de gnomos que celebran la muerte de la bruja, de todas las brujas. Todo es Technicolor. Pueden sentirlo. Ana, con cuatro años mira a todos lados. Sabe que aquello no es Kansas. Aquello no parece Oviedo. Ese Oviedo que muchas veces se pliega sobre sí mismo y se empeña en mostrarse en sepia. Por eso SACO es, ya, para siempre, cada vez más, un tornado.

Ana aplaude cuando suena la música de la Oviedo Filarmonía, que suena inteligente, valerosa, con corazón; se gira muerta de miedo cuando la bruja del Oeste aparece; aplaude cuando Dorothy es rescatada por Totó y sus tres inolvidables amigos. Y todo ello sin apenas moverse del asiento, totalmente vencida por la fantasía, por el poder atemporal de la imaginación y la ilusión, atrapada, más que por una historia, por la manera en que se cuenta esa historia y el embrujo de la experiencia social de la gran pantalla. El cine tiene la capacidad de conseguir que no importe el idioma para que Ana sepa que no hay ningún lugar como casa y le da la mano a su padre, tímida, dulce, arrebatadoramente ingenua, con los ojos brillantes de pura verdad, mientras bajan ya las escaleras del teatro para encontrarse con un mundo que ya no volverá a ser el mismo. En la mente entumecida de su padre rebota esa frase genial del señor embaucador de Oz: "soy un buen hombre, pero soy un mal mago". Así siempre, maldita sea.

¿Cuándo empiezan a forjarse los recuerdos? ¿Quedará la magia de "El Mago de Oz" prendada para siempre en Ana? Nunca se sabe. La paternidad consiste en creer que hacemos algo por nuestros hijos, un estado de la soberbia. Pero ya está bien de preocuparse tanto por los niños. Nos preocupamos demasiado por los niños. Fijémonos, mejor, en su padre. Ese adulto escéptico que a sus cuarenta años, cargando con una resaca que le durará probablemente hasta el miércoles, vuelve a casa bailando con su hija, juntando tres veces los tacones de sus zapatos de rubí. Soñando que, a veces, la felicidad es tan sencilla que asusta asomarse al mundo que hemos construido.

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