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Crítica / Teatro

Amor fatal

La adaptación de un clásico en el Campoamor

La "Fedra" de Luis Luque no oculta su lugar de nacimiento, al contrario, lo evidencia. La exposición frontal y el estilo declamatorio, hierático, siguiendo el modelo clásico y convencional de las grandes audiencias y auditorios -pensado para sortear las enormes distancias entre el espectador y los intérpretes-, delata su origen en el teatro romano de Mérida. Y esto, por más que una escenografía simbólica de mediano formato con proyecciones, muy oportuna para el Campoamor, nos la presente acorde a una arquitectura de proximidad más "a la italiana". El texto de Paco Bezerra recupera una primera versión del "Hipólito" de Eurípides en la que Fedra manifiesta abiertamente el amor que siente por su hijastro y trata de conseguirlo a toda costa. Como de este primer intento apenas nos ha llegado nada, Becerra se inspira en Séneca y Racine e incluso introduce elementos innovadores como el personaje de Acamante, hijo biológico de Fedra, que cumple un papel importante en la trama, pues es el que revela el incestuoso amor, sustituyendo a la nodriza en el papel de alcahueta que saca a la luz el secreto y por otra parte abre un nuevo frente en su conflicto sucesorio con Hipólito. La obra de Bezerra, que tiene pasajes bellos y muy lorquianos: "Lo que no se dice se pudre. Lo que se pudre, se descompone? Tengo una flor entre el pecho y la garganta y voy a regarla", plantea una visión feminista de la heroína griega como una mujer que necesita dar rienda suelta a su pasión y no quiere doblegarse a los tabúes sociales y morales. "Yo nunca había subido tan alto" repite Fedra como un mantra en una invitación a amar sin miedo y sin límites. Es curioso cómo los textos clásicos permiten múltiples interpretaciones, pues hasta podríamos reivindicar a Hipólito como adalid del "No es no", y víctima del acoso de esta mujer, que despechada causará su perdición.

La Fedra de Lolita es un animal herido y así lo refuerza el apartado audiovisual del montaje en el que unos ojos felinos que surgen del bosque acechan constantemente al espectador. La escenografía de Boromello es un agujero formado por unas láminas en perspectiva por el que Fedra se introduce en la oscuridad del bosque y el fuego del volcán -donde algunos psicofreudianos convictos y confesos redundan en el incesto edípico viendo una vagina, aunque yo no llego a tanto-, crisol donde se agitan las pulsiones de la naturaleza y los deseos prohibidos. Con transparencias de nácar, proyecciones caleidoscópicas de insectos y materia en descomposición que representan la química de la vida. El ecléctico vestuario hibrida chaquetas húsar con faldas entre fustanela griega y kilt escocés y todo en la misma prenda, junto con sayones propios de "La guerra de las galaxias".

Estamos ante un producto comercial con el valor añadido de los mitos clásicos. Un formato profesional de gran evento, eficaz y vistoso, en confluencia con el mito mediático que representa Lolita. Su elección como Fedra por una parte es un acierto, por su naturaleza de leona salvaje, pero le falta sensualidad y emoción quizá por una interpretación demasiado contenida y la artificiosidad que aporta a todo el elenco la amplificación del sonido, imprescindible en Mérida, pero no tanto en un teatro como el Campoamor. Teseo (Juan Fernández) y Acamante (Michel Tejerina) están muy bien, enérgicos y convincentes, Críspulo Cabezas vigoroso y con fuerza como el inocente Hipólito de voz meliflua. Tina Sáinz compone una nodriza refunfuñona e instigadora con mucho peso en escena. El público, que abarrotó el teatro, disfrutó del espectáculo y respondió puesto en pie con una gran ovación.

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