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El Otero

Utopía

Las promesas electorales y el mundo ideal

Fue Tomás Moro quien, en su obra homónima, bautizó con este nombre -Utopía- a una isla idílica en la que sus habitantes habían conseguido una vida en armonía total, en pacífica convivencia, compartiendo bienes y disfrutando de un total bienestar físico y moral: la sociedad perfecta. El lugar en el que todo ser humano desearía y merecería nacer y vivir. Obviamente, no hay más que ojear cada mañana el periódico para constatar que la realidad camina por otro sendero pero, ¿de quién es la responsabilidad de que no logremos esa vida ideal? ¿Es posible? Frecuentemente culpamos a los políticos de lo que no va bien en el país, en la sociedad global. En buena medida así es. Pero no exclusivamente. La responsabilidad de construir una sociedad es de todos los miembros y colectivos que la forman. Los políticos, con sus aciertos y errores, son fruto de la sociedad en la que crecieron y se formaron. De los valores que de ella emanen. Al menos en parte. Pero algo va mal cuando, según el último barómetro del CIS, los políticos y los partidos políticos son la segunda preocupación de los españoles por detrás del paro. Asimismo, los asturianos, según informaba LA NUEVA ESPAÑA hace unas semanas, somos los más desencantados de todo el país con la política. Obviamente, algo habría que hacer mejor.

Estamos en vísperas de unas nuevas elecciones. Nos esperan las urnas para que los ovetenses elijamos a los encargados de gestionar nuestro ayuntamiento durante los próximos cuatro años. Los asturianos decidiremos en qué manos pondremos el gobierno del Principado y todos los españoles a qué diputados sentaremos en el parlamento de Estrasburgo, donde tanto se juega. Vemos a los candidatos acudir a muchos lugares en los que nunca han estado y a los que, posiblemente, no volverán. Y no digo que esté mal: son las servidumbres de la campaña. Las promesas llegan de todos lados; vuelan las ideas. Surgen proyectos prometedores. Todos tratan de convencernos de que son la mejor opción para dirigir eso que llamamos "la cosa pública" y buscan nuestro apoyo.

Pues bien -y huyendo de cualquier ingenuidad- personalmente creo firmemente que el fin último de la política es lograr la felicidad de las personas. Sí, la felicidad. Esa debería ser la ambición de cualquier político, ¿o no? Y, desde luego, recuperar la ilusión y la confianza de los ciudadanos en la política. Mal iremos si no es así.

Por tanto, claro que quiero saber qué van a hacer con los terrenos del viejo HUCA, con la parcela de La Vega (sin olvidar que las Pelayas siguen siendo las legítimas propietarias de una buena parte de ella), con Santullano, con la economía local, con la zona rural, con los servicios sociales, con el Campo San Francisco, con el tráfico, con el Naranco y con tantas otras cosas que nos incumben y preocupan a todos, pero también me gustaría escuchar cómo podrían conseguir, alejados de ocurrencias y de propuestas cortoplacistas, que todos seamos un poco más felices. Me agradaría constatar que, con sus decisiones y, por qué no, sueños, recuperamos esa confianza e ilusión que nos hemos ido dejando por la cuneta del desencanto y, ¡caramba!, cómo lograr esa sociedad ideal que Tomás Moro soñó en un lejano siglo XVI.

A fin de cuentas, como canta Serrat, "sin utopía la vida sería un ensayo para la muerte".

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