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El Otero

Peregrino del tiempo

Las huellas del peregrinaje en la Catedral

Nuestra Catedral atesora una historia tan rica y fecunda que, lógicamente, ha dado lugar a multitud de curiosidades. Obviamente, en muchas ocasiones no han quedado registradas en las páginas de libro alguno; a lo sumo, con suerte, permanecen orilladas en algún recoveco de la memoria colectiva. ¿Quieren conocer una de esas historias mínimas? Acompáñenme. Vamos al 13 de marzo del año 1075. El rey Alfonso VI visita la joven ciudad y preside la apertura del Arca Santa. El arca de madera de cedro que tras la invasión de Jerusalén por los persas fue puesta a salvo por los cristianos de Palestina trasladándola a Alejandría. De allí viajó a Cartagena, Sevilla, Toledo y tras permanecer oculta durante ocho décadas en la cueva de Santo Toribio en el Monsacro, finalizó su periplo en la capilla de San Miguel. Ese día de 1075 se levantó acta de su contenido en presencia del rey, de su esposa Inés, sus hermanas y de un amplio cortejo de mandatarios del reino, entre los que se encontraba Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid. Desde entonces, las valiosas reliquias que contenía se convirtieron en faro que comenzó a atraer a miles de peregrinos que, o bien desviaban su caminar a Santiago -ya saben, quien va a Santiago y no al Salvador, visita al siervo y deja al señor- o bien peregrinaban en exclusiva a venerar las reliquias entre las que destaca el Santo Sudario. Así, Oviedo llegó a convertirse en el segundo lugar de peregrinaje medieval en la península tras la propia Santiago desde que nuestro rey Alfonso II iniciara las peregrinaciones jacobeas en el siglo VIII. Pues bien, a lo largo de todos estos siglos, miles de peregrinos, movidos por una fe inquebrantable, transitaron los caminos de Europa para llegar hasta aquí. Imagínense por un momento las penurias y afanes que vivirían. Las dificultades a superar. Los miedos y peligros a vencer. Paso a paso. Día a día. Camino tras camino. Hasta que todos esos padecimientos cobraban sentido y se transformaban en gozo en el momento en el que, al fin, se postraban ante la hermosa talla románica del Salvador. Cuando, emocionados, accedían al sacro recinto de la Cámara Santa, ya todo se daba por bueno. Miles de nombres que han quedado diluidos en las brumas de los días. Perdidos en un silencio secular. Olvidados. Todos esos anhelos y gozos, tal vez, permanezcan de alguna manera, como serenos espectros errantes entre las centenarias paredes catedralicias. Aunque también hay nombres que se resisten a desaparecer. Porque alguno de esos peregrinos sí dejaron constancia de su paso grabando, en una especie de grafiti medieval, su nombre. Tal es el caso de un peregrino francés que llegó hasta Oviedo en 1769: François de Touret Lasclaveries. Y tras ver su nombre allí, perdurando a lo largo de más de dos siglos me pregunto: ¿quién sería? ¿Qué le impulso para ponerse en camino y llegar hasta aquí? ¿Qué impresión le causaría la ciudad? ¿Qué habrá sido de él? ¿Vendría solo o en compañía de más peregrinos franceses? ¿Qué sentiría cuando, por fin, entró en la Cámara Santa? Y mi curiosidad se desboca. Y juego a imaginar que, cerrando mis ojos, pudiera ver el Oviedo del siglo XVIII a través de los ojos de François. Que fuera capaz de ver las miles de imágenes vividas en las largas jornadas de peregrinaje. A palpar el polvo del camino en cada huella impresa en ese caminar hacia su propio interior. A sentir la determinación y el empeño de François por llegar hasta nuestra Sancta Ovetensis. Hasta nuestro presente. Y quedarse en él, venciendo al tiempo, grabado en piedra, para la eternidad.

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