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Paraíso capital

Sobre álamos y paseos

La necesaria restauración del mosaico de Antonio Suárez en el Campo

Al hilo del Paraíso Capital que hablaba sobre los Franciscanos he mantenido estos días un montón de conversaciones sobre el Campo. Todas de muy buen rollo. Diálogos abiertos con un punto en común: el cariño que en realidad todos sentimos por el Sanfran. Me proponen que cuente sobre mi espacio favorito, el Paseo de los Álamos. Tanto es así que lo escogí como portada de mis relatos, ilustración ya célebre de Tamara Suárez Estrada. Un lugar que me hace caminar despacio, huellas que transcurren poéticamente por los caminitos que traza.

Tardé muchos años en darme cuenta de que ese mosaico era Arte. Aprendí a caminar jugando a recorrer sus carreteras azules y rojas de adoquín como si fueran ríos de agua o de fuego. Saltando sin pisar jamás sus cuadrículas.

Ya de mayor se me ocurrió pensar que alguien había debido diseñarlo. La pista me llevó hasta el genio de Antonio Suárez. Eso hizo que en mi clarividencia se hiciese más grande, gigantesco. Lo comprendí como el sueño de un artista, como obra capital y como patrimonio irrenunciable.

No ha sido un espacio libre de polémicas. El asunto de la Memoria Histórica es un jardín, pero nada nuevo. Existe un término anterior que lo define: Damnatio Memoriae, condena de la memoria.

Borrar los recuerdos de los enemigos superados se remonta a los tiempos de césares y faraones. Nerón o Calígula, Akenatón o Hatshepsut fueron condenados al desprecio del olvido por sus sucesores.

Así, el Paseo de los Álamos ha portado muchos nombres. Fue el Paseo del Príncipe Alfonso en 1925. De Pablo Iglesias durante la 2ª República. De José Antonio después de la Guerra Civil. No me consta que ninguno llegase a pasearlo realmente, condición que consideraría indispensable antes de darle tal nombre.

Sí lo veo más que probable escenario de los cortejos de Francisco Franco a Carmen Polo en los tiempos en los que la sociedad de Vetusta le conocía como el comandantín. Queda el dato para la imaginación de cada uno.

Sin embargo, consultado mi Consejo de Sabios particular, aquellos que pueden buscar en sus recuerdos las historias de aquellas épocas, ninguno da fe de que la ciudad aceptase tales apellidos. Por amor ciudadano y por sensatez, los álamos han sido siempre álamos.

La batalla actual sobre si unos lo taladraron y otros lo abandonaron merece damnatio memoriae. Pero resultaría más práctica una restauración. También una placa que por fin reconozca la figura de Antonio Suárez y su legado artístico y emocional. Y que como tal, nos sobreviva.

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