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Tino Pertierra

Pecados capitales

Tino Pertierra

Aquella mañana con el poeta y sus multitudes

Evocación de un encuentro nostálgico y revelador con el gran escritor Ángel González en el Fontán de su amado Oviedo

Aquella mañana estival de 1998 había sol y nubes dibujando luces y sombras en el Fontán. Un mosaico de colores temblorosos en los que el gran poeta Ángel González parecía sentirse cómodo en su atenta melancolía. Una entrevista con él se convertía pronto en una charla relajada y sincera, sinuosa y precisa. Aquella voz... Profunda y hospitalaria, levemente irónica. Pocos poetas leían tan bien sus versos como Ángel.

Los vivía.

En sus recuerdos habitaba en un Oviedo que, cuando lo abandonó en 1954, era "provinciano y encantador". De aquel Oviedo sobrevivían ecos cómplices en el laberinto antiguo por el que el poeta se movía con la tranquila parsimonia de quienes sacan partido a cada paso del tiempo. En su memoria aún sonaba la música de los bailes en el Gran Casino, las romerías, los conciertos en La Granja. Las voces de las tertulias en el Rialto.

No tenía reparos en asumir una seña de identidad que no siempre está bien vista: "Soy nostálgico desde que nací". Había una razón poderosa: "Vine al mundo y a los 18 meses la fiesta se acabó en mi casa. Murió mi padre".

Y se crio con la nostalgia de lo que nunca vivió. Su madre era la narradora de "historias del mar, historias de días felices a los que llegué tarde".

Y empezó a echar de menos "ese mundo que no conocí. Me gustaba que me contasen cosas de mi padre, pero no noté demasiado su ausencia, porque mi madre y mi hermana lo llenaban todo". Su familia, el vecindario de mayoría femenina. Y Soledad, la muchacha que ayudaba en casa. Un mundo de mujeres para un niño que recordaba la ira de llegar un día y descubrir que habían castrado a traición a un gato. Y él no pudo defenderlo y cuando lo encontró "encogido, humillado y dolorido...". Se enfadó. Mucho.

Y un día se enamoró. Un Ángel enamorado. Un amor imposible, claro, porque muchos primeros amores son así, versos que no terminan, besos que no empiezan. Se enamoró de la taquillera del cine.

Imaginen al niño poeta: "La veía desde abajo, contento por pedirle las entradas, tres butacas para la fila siete, colorado por hablarle, tres butacas para la fila siete, por favor".

Adiós a ese amor en el umbral de los sueños, bienvenido otro que, la inspiración llama, era más imposible aún: la novia de un militar a la que vio el día de su boda, ella tan de blanco y él tan de verde, "ella tan hermosa y yo tan inocente... Después la veía por la calle y qué emociones, qué miradas. No he olvidado cómo vestía, aquellas faldas con plomos en los bordillos...".

Pedía Ángel otro café mientras me reconocía que "me inspira más pasarlo mal y vivir situaciones de conflicto que la plenitud o la felicidad. Eso no me motiva". Su gran frustración era no ser músico. "Siempre me fascinó. Durante mucho tiempo toqué una guitarra que me compró mi madre por 35 pesetas del año 36. Pero me enseñaron el abecedario, no el dorremí. No pudo ser".

Sus versos eran en aquellos días de sol y nubes desolados y no se sentía a gusto por tantas sombras "pero no depende de mí que salgan así. Depende de otros que están aquí dentro, dentro de mí, dentro de mi mente, empeñados en darme la lata desde la parte no consciente de mi ser, comunicándome pensamientos que yo me limito a expresar".

Demasiado tiempo sobre sus espaldas: "Mi mundo adelgaza. Y también me entristecen los efectos del tiempo en mí, en el entorno. Es difícil integrarse en las nuevas formas de vida, en el arte de ahora. Este mundo se entiende mal a pesar del exceso de información, o quizá por ello".

Estaban más vivos en él los remordimientos que las congratulaciones. "Me siento más endeudado que adeudado. Y hay deudas que jamás podré pagar. Ya no. La poesía me satisface, sí, pero siempre estoy inseguro. También me reprocho no haber aprovechado algunas oportunidades, aunque eso, la verdad, me preocupa poco".

Ángel González murió diez años después. Siempre que paso por el Fontán lo veo sentado tomando un café. Nunca está solo. Siempre le acompañan las multitudes que le habitaban.

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