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Paraíso capital

Chick el destripador

La gran cita del jazz en el teatro Campoamor

Hambriento, voraz. Un público que se presentaba a la cita famélico de jazz, que rodeaba el Teatro con impaciencia, como lobos en lo más crudo del invierno. Ese era el ambiente que se respiraba a las puertas de la actuación ovetense del archivirtuoso pianista Chick Corea y su trío.

Podemos tomar como punto de partida positivo que el Campoamor se ha vuelto a llenar otra vez con una actividad que no está relacionada con la lírica. A golpe de taquilla y con precios no muy populares, es decir, que la demanda ciudadana existe.

A continuación, debemos relativizar la euforia. Con este sumamos para la ciudad un nuevo concierto de jazz de primera línea, sí, pero como hecho puntual, perdido en el tiempo, sin un criterio de programación claro. Una carencia inexplicable dado el perfil de buen gusto musical que transmite Vetusta. Pero ese tren lo perdimos hace décadas.

No se trata de una leyenda urbana, realmente hubo un tiempo en el que Oviedo presumía de un festival de altura internacional. Wayne Shorter, Sum Ra, Milt Jackson, Art Backley, Bill Evans, Branford Marsalis. Son sólo ejemplos.

El mismísimo Chick ya nos había visitado entonces. Dizzie Gillespie, Miles Davis también. Todo eso pasó y casi no queda ni el recuerdo. Para nosotros la puerta se cerró de golpe con la llegada de De Lorenzo a la alcaldía, cambiaron las prioridades, se perdió el camino trazado.

Desde entonces, un Chucho Valdés aquí, un Maceo Parcker allá y apenas nada más.

Cuando se anunció el concierto de Chick cabía preguntarse si se trataba de una elección acertada. La obra de este genio americano es compleja y sofisticada, se puede considerar "para iniciados". Corea es un investigador, no un músico amable de aplauso fácil. Y nosotros somos hoy un público inexperto.

Tras arrancar de manera esperanzadora con unas melodías fluidas, con aires que recordaban a Paco de Lucía y a Manuel de Falla, paso a descomponer, como un forense, grandes clásicos como "In a sentimental mood" o "Tinkle tinkle" hasta lograr desconcertar a su audiencia. En ese momento se corría el riesgo de arruinar la velada. Demasiado intelectual, quizá.

Cierto que el virtuosismo de sus dos socios, McBride y Blade, que circulaban con libertad por cada pieza, atendiendo a las líneas que insinuaba el Maestro, valían por si mismas el esfuerzo popular.

Fue cuando, tras el descanso, Corea anunció un estreno mundial, un tema en la que había estado trabajando esa misma tarde. Resultó el ejercicio de improvisación más fascinante. Una pincelada que desembocaba en un torrente de notas, otra que te hacía trepar, una tercera que te sumergía de manera introspectiva. Los espectadores, que permanecimos en un ay permanente, por fin estallamos entusiasmados. Era su alma desnuda lo que mostró y todos supimos apreciarlo.

El resto, hasta el final, fue un paseo militar para el trío. La noche era un éxito. Su triunfo, indiscutible. El jazz seguía vivo en nuestro corazón aletargado.

Queda saber a dónde mira la ventana abierta. De momento es solo una pregunta sin respuesta.

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