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Ramón, bibliópata en sus anaqueles

En el homenaje al último bibliotecario de la Universidad de Oviedo

Mucho me prestó el homenaje a Ramón Rodríguez. Primero por él, tan ejemplar y afable erudito en su admirable oficio, pero un poco también por el lugar, el Caserón de San Francisco con puerta expresiva al ascensor de la Biblioteca a la que los afectados de movilidad reducida accedemos ¡tras siglos de la fundación de don Fernando de Valdés!

Otros diversos padecimientos me impidieron por la climatología y las deficiencias amplificadoras seguir las laudatios, pero tengo para mí que no se refirieron, centenario galdosiano que es, a cómo se ofreció banquete a don Benito, prologuista de la segunda de "La Regenta", en medio de las estanterías en ese mismo preciso sagrado espacio.

Esos anaqueles, con manuscritos irrecuperables, se pulverizaron por la Revolución del 34 concurriendo, negligente o alevosamente, sacos inflamables aparcados junto a la antigua Facultad de Ciencias, donde comenzaría el terrible incendio, explosionados quizá por metralla de aviación. Pedro de Silva en su magnífico drama "El Rector" exalta el dolor en Leopoldo Alas Argüelles.

Ramón es tipo excepcional que profesa constante lealtad a sus predecesoras, Guerra y Balbín, a Patricia Shaw, su maestra en Filología inglesa, a cuyas tres tuve el honor de conocer, y aún a sus vecinos y exconxurados de Llanera.

Como comparto con Ramón admiración por José Luis Pérez de Castro, mucho agradezco lo escrito sobre la biblioteca figueirense de nuestro común amigo, esfuerzo medular de una personalidad extraordinaria. No habrá ya, con la crisis del papel y los decadentes afanes sociales, nadie que intente semejante gesta, que alguna vez he comparado con el Paraíso de la biblioteca, figura que parió un tal Borges, bibliotecario ciego, cuya derivada concibió Eco para la ficción de su enrosado monasterio medieval.

Tocándome el corazón familiar, Ramón se portó como jabato en la recepción de la magna e insólita colección de Diccionarios de mi tío Julio Masip Acevedo que, gracias también a Fernando Morán, triste y recientemente fallecido, mis hermanos y yo logramos sacar en parte del despacho en el madrileño Palacio de Santa Cruz, y a la no menos admirable Ana Herrero, archivera municipal, que utilizamos en la primera etapa del pelotón de tesoros enciclopédicos.

Mucho agradecí igualmente la colaboración de tantos frutos al matrimonio Kraus, Dorothy y Henry, y a la mitología astur de inolvidable coautoría con Juan Luis Rodríguez-Vigil, que no solo es político honrado, sino ponderado sabio.

En fin, larga vida a las bibliotecas y a sus mejores servidores.

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