El gran escritor de literatura fantástica y de terror Richard Matheson imaginó en su novela "Soy leyenda" un mundo devastado por una plaga en el que solo sobrevivía un hombre, el científico Robert Neville. Ciudades vacías. Casi por completo. Casi: esa misma plaga convierte a los humanos en mutantes en busca de sangre. Y Neville es una pieza muy apetecible. La novela tuvo algunas adaptaciones al cine no muy distinguidas, aunque la más popular, de los años 70, se beneficiaba de un Charlton Heston que, desde "El planeta de los simios", estaba acostumbrado a ver civilizaciones desaparecidas. Seguro que sus impactantes imágenes de un Nueva York deshumanizado en el que todo los monumentos al consumismo estaban a libre disposición de Neville inspiró a Alejandro Amenábar el comienzo de "Abre los ojos": una Gran Vía desierta. Ciudades, de repente, desprovistas de nombre, de calles sin apellido, de locales sin identidad.

Todos somos un poco leyenda estos días. Leyenda en una ciudad de muchos silencios y ausencias. De luces esquivas y sombras esquivadas. Una ciudad que añora las pisadas y los cruces, la algarabía del tráfico y el trasiego de peatones en busca de su destino cotidiano. Adorable rutina.

Las calles más transitadas son hoy melancólicas arterias taponadas por el recuerdo de lo que fueron no hace tanto tiempo. En la calle Uría se agolpan los escaparates olvidados, hay un poso de tristeza casi romántica en los maniquíes que observan cómo pasa el mundo de ellos y tras los cristales se desvanecen las siluetas de mostradores sin atender y ropa sin tender y anuncios de belleza eternas que parecen ajarse en la distancia, como carmín agrietado.

Qué solos se quedan los semáforos que ven reducidas drásticamente sus funciones vitales. Ni siquiera hay conductores apresurados que se los saltan en rojo o al punto de ámbar. Las temeridades al volante se han quedado en casa.

A Rufo se le saltan las lágrimas, fíjate. La cabeza, que brillaba más que el resto del cuerpo por el paso constante de manos y manos infantiles, parece que está oscureciéndose. Hay esculturas que necesitan más que otras la compañía de la gente, lo sabes bien. Mafalda, por ejemplo. Está acostumbrada a los niños: que la toquen, que la besen, que se hagan fotos con ella, que le pregunten cosas como si fuera a responderles. Y ya no. Paréntesis: como la ciudad. Paréntesis de prisas y risas, de gritos, de selfies.

Hay esculturas que sienten más que otras la soledad, el desamparo colectivo. La Regenta, claro, por supuesto, tan apesadumbrada ella de por sí por sus amores prohibidos y ahora más sola que nunca a orillas de una plaza que no conocía tanto espacio libre, sin ningún objetivo fotográfico a la vista. La guisandera. La torera. Las vendedoras del Fontán. Las maternidades. La bailarina. La gitana. La pensadora. El vendedor de pescado. La lechera. Necesitan público, necesitan espectadores, necesitan gente. Incluso Woody Allen parece que camina más encorvado, destronado como rey de los selfies porque los turistas se han quedado en casa. Literalmente. Y más cuando cae la noche y ya sabes qué pasa con las luces de las farolas a esas horas, que lo desdibujan todo. A todos. Leyenda somos y en gente más sabia nos convertiremos, quizá, cuando todo esto haya pasado y volvamos a pisar las calles nuevamente y, al menos durante un tiempo, apreciemos en lo que vale pasear por el campo San Francisco bajo techumbre de ramas con cosquillas de sol, o esperar a que cambie a verde el semáforo que nos separa de la persona amada, o deseada, o lo que sea. O volver a ver la espiga dorada de la Catedral y las calles de sidra acompañada. Entonces habremos adquirido tal vez la templanza cálida de Williams B. Arrensberg, que tanto sabe de viajes y viejos, de maletas llenas y horizontes truncados, y sentiremos muy cercana a esa chica en permanente movimiento que no se mueve del sitio ante el Campoamor, leyendo un libro. "Esperanza caminando". Sigámosla.