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Que así sea

El precio que pagan los ancianos en la epidemia

Ya sé, ya sé que vamos a ganar, que vamos a salir de esta, malheridos, arruinados, hechos jirones; aunque sí, saldremos sin la menor duda y la alegría volverá a nosotros.

Pero ¿y los que quedaron, están quedando y quedarán por el camino?

Ni por lo más remoto ni un solo español imaginó nunca esta situación, ni en la pesadilla más cruel, y muchísimo menos que ante la llegada al límite de los hospitales la edad fuese un factor determinante para vivir o no.

Nuestra generación de ancianos, que nació en plena Guerra Civil o antes, que sobrevivió a aquel horror, al hambre, a las cartillas de racionamiento, a la carencia de las necesidades más básicas, al frío y al calor, cuando no a la depuración y a la represión, a los pequeños pisos de casas sin ascensor llenas de niños, a trabajar como burros, permítaseme por una sola vez esta expresión, tanto en su colocación habitual como en el pluriempleo (qué arcaico suena, ¿verdad?), y que a pesar de todo lograron sacar adelante a esos numerosos hijos hasta alcanzar trabajos dignos, bien remunerados, incluso en los puestos más importantes de la sociedad y del Estado, que cuidaron de sus nietos con el máximo amor para que sus padres acudiesen confiados al trabajo, que una vez alcanzado un muy apreciable Estado del bienestar, cuando todo se daba por bien empleado y los vientos soplaban favorables, les sobreviene la crisis de 2008 en la que con sus pensiones y sus pisitos de jubilados tienen que acudir al rescate de los mismos hijos y nietos que se han quedado en la calle.

Pues bien, nuestra sanidad, sin duda una de las mejores del mundo, que está trabajando hasta la extenuación, muy por encima de lo que su deber les impone, y a la que nunca agradeceremos suficiente su entrega, aboca a esta generación de héroes, porque materialmente es imposible otra posibilidad, a decidir que sean ellos quienes entreguen esta vez ya lo único que les queda por dar: su propia vida para que otros más jóvenes la disfruten. Y que la den en soledad, sin la última mirada a toda la familia que se agrupa en su derredor para acariciarlos, besarlos, abrazarlos, acompañarlos hasta la misma frontera con el más allá, y al cabo, inhumanamente sin el más elemental duelo, ser tratados literalmente como apestados porque así lo imponen las medidas de seguridad.

Sé que estas palabras son durísimas, pero ciertas de la primera a la última. Por favor, no me llamen agorero ni cenizo, pero esto es así, está ocurriendo ahora mismo, y conste de un modo diáfano que reitero mi fe ciega en nuestros sanitarios que nos llevará a la victoria y al mundo nuevo que ha de venir.

Si en el futuro a alguien, sea quien sea, se le ocurre recortar el gasto en Sanidad, en cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y en todos aquellos colectivos de toda índole que hoy se juegan la vida por los demás y están sacando España adelante, que tenga muy presente que esto es a lo que se puede llegar indefectiblemente.

Desde el recuerdo emocionado a nuestros abuelos: ánimo compatriotas, tenemos la victoria al borde de la mano y la vamos a alcanzar y gozar todos unidos para siempre. Que así sea.

(A la memoria de mi prima Nina, que falleció por coronavirus sola y asfixiada esperando una ambulancia que nunca llegó).

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