Conmemora la Iglesia católica y todos los cristianos uno de los más grandes misterios de nuestra sacrosanta religión: la cruenta Pasión y Muerte del Dios hombre, del Mártir del Calvario y del Redentor del mundo. Entre las solemnidades religiosas cristianas ninguna impresiona tanto como la Redención del linaje humano. Los días de la Pasión de Jesús, los días del Sacramento Eucarístico, los días de la Cruz, símbolo del sacrificio, los días de la Resurrección, símbolo del triunfo, son los días del sublime drama del Calvario. Cristo ofreciéndose a la humanidad en banquete divino, Cristo llagado, Cristo escarnecido, Cristo coronado de espinas, Cristo clavado en la Cruz y Cristo muriéndose por salvar a los pecadores. Ante la magnitud del drama del Calvario, perpetua redención del mundo, que empieza en el idilio de Jerusalén, quedan anulados y oscurecidos todos los demás hechos que por su dolor brillan en la historia; Cristo muere perdonando. Nada en el mundo hay que se preste a la meditación como los grandes misterios de la redención humana. No es, pues, posible a ningún alma religiosa, cuando la Semana Santa se acerca, evocar estos recuerdos de Jesús, que despiertan el misterio de nuestra existencia y de nuestro origen y las exclusiva esperanza de nuestro porvenir. El sacrificio de la Cruz nos hace ver que el Cuerpo del Redentor es prenda de reconciliación de Dios con el hombre, y también de concordia en el aspecto humano que tiene que ser posible, máxime en estos tiempos de contaminación física y moral. No puede darse sacrificio mas enorme y divino que el de la Pasión y Muerte de Cristo. ¿Meditemos?

La Palabra que se quería extinguir para siempre ilumina al mundo y anticipa los acontecimientos para la salvación de todos. La Voz que se quería apagar multiplica sus ecos y se hace viva en todas las conciencias. Y esa Voz tiene como epicentro al Ser que desde el Calvario hace temblar al universo entero.