En estos tiempos de modernidad líquida, amistades disueltas en mensajes de texto y distancia emocional (casi peor que la física), personas como Jaime Álvarez-Buylla nos recordaban a diario que el ser humano nunca puede ni debe perder su esencia.
Educación, trato afable, caballerosidad y simpatía son algunas de las muchas cualidades que atesoraba el presidente de la Sociedad Filarmónica, a la que quería casi tanto como a su Oviedo del alma, pero mucho menos, estoy segura, que a Margarita, su mujer, compañera de su vida, a la que siempre tenía en cuenta en todo lo que hacía; y a sus hijos, Manuel y Jaime, y por supuesto a Belén, su nuera, para la que no tenía más que alabanzas.
Jaime Álvarez-Buylla contaba cientos de historias con modestia y pasión, de ese modo en el que solo lo hacen quienes tienen mucho que relatar. Los artículos que publicaba en LA NUEVA ESPAÑA, su periódico de toda una vida, nos quedan como retazos del pensamiento de Jaime, taurino por convicción, médico humanista de la escuela de Marañón, al que un día llegó a preguntar por qué uno enseguida se ponía enfermo de la garganta cuando se le enfriaban los pies. Marañón no supo qué decirle.
Como traumatólogo trajo terapias nuevas al entonces Hospital Central, actual HUCA, y como ovetense siempre quiso estar muy cerca de todo lo que ocurría a su alrededor.
Desde su casa de la calle Cabo Noval, Álvarez-Buylla casi veía los teatros Filarmónica y Campoamor, dos de sus lugares favoritos en este mundo del que se ha ido con discreción y, sobre todo, sin hacer ruido.
Será raro no escuchar los pasos de Jaime al entrar en la redacción del periódico, siempre impecable y elegante, sus llamadas de cariño, sus artículos enviados por correo, a la antigua usanza, siempre con una postal y un mensaje de afecto y sus anécdotas de los muchos personajes de la ópera a los que conoció, entre ellos el tenor italiano Giacomo Lauri-Volpi, sobre el que escribió un libro. La vida de Jaime daría también para varios.
