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Romasanta y la estirpe de los alobaos

Las actas del juicio revelan el perfil criminal de Manuel Blanco, único español juzgado por licantropía, que mató a trece personas tras convertirse en hombre lobo, según una tradición aún extendida en Asturias

"Manuel Blanco Romasanta calcula medios, mide y combina tiempos, modos y circunstancias; no mata sin motivo, ni acomete sin oportunidad; conociendo que hace mal, se oculta, seduce para robar: mata para ocultar, reza para seducir: conoce el deber y la virtud para desoírlos; luego de su conformación, de sus actos, de su historia, de sus disculpas mismas se evidencia que Manuel Blanco no es loco, ni imbécil, ni monomaniaco, ni lo fue, ni lo logrará ser mientras esté preso, y por el contrario de los datos referidos resulta que es un perverso, consumado criminal, capaz de todo, frío y sereno, sin bondad y con albedrío, libertad y conocimiento; el objeto moral que se propone es el interés; su confesión explícita fue efecto de la sorpresa, creyéndolo todo descubierto; su exculpación es un subterfugio gastado e impertinente; los actos de piedad una añagaza sacrílega; su hado impulsivo una blasfemia; su metamorfosis un sarcasmo". Con esta contundencia definía en 1853 un equipo de seis forenses la personalidad de Romasanta, el único español juzgado por licantropía, aunque el cuento de su transformación en hombre lobo no fue creído por los sucesivos tribunales que le juzgaron y que le condenaron a muerte dos veces, para que luego la reina Isabel II le conmutase la pena por cadena perpetua.

La leyenda de Romasanta, el hombre lobo de Allariz (Orense), el lobo da xente, el sacauntos, el primer psicokiller de la historia de España, fascina más que nunca, porque este asesino múltiple, que actuó a mediados del siglo XIX en las fragas de la montaña orensana, en torno a la Sierra de San Mamede, ha terminado por fundirse en el imaginario popular. La historia del buhonero que reconoció ante la justicia que se transformaba en lobo junto a otros dos extraños individuos, el valenciano Antonio y don Genaro, por una maldición lanzada por sus familiares, y que vagaba por los bosques en busca de víctimas (los jueces le responsabilizaron hasta nueve homicidios premeditados y alevosos, aunque él añadió en su confesión otras cuatro muertes, campesinos y pastores que se creía que habían muerto en las fauces de lobos), ha dado para películas (siguen siendo impresionante el rictus feroz de José Luis López Vázquez en el "El bosque del lobo", de Pedro Olea), multitud de libros (quizá uno de los mejores sea "Romasanta, memoria cierta de una leyenda", del periodista gallego Xosé Domínguez, que resalta las incongruencias de los procesos que se siguieron contra el orensano e incluso lanza una hipótesis sobre su inocencia) y programas de divulgación, alguno de los cuales desliza errores de bulto sobre el personaje, como que los cuerpos de sus víctimas fueron alguna vez encontrados, cuando en realidad sólo se halló un hueso "innominado" de mujer y un trozo de calavera que no pudieron ser atribuidos a las víctimas. Ahora, la Xunta de Galicia acaba de publicar las actas judiciales del caso Romasanta que figuran en el Archivo Histórico de esa comunidad y que son reclamadas todos los años por decenas de investigadores. "Es sin duda el caso más truculento de cuantos se conocen", reconoce el escritor, etnógrafo e ilustrador Alberto Álvarez Peña, autor de "El llobu en la tradición oral asturiana", en el que rastrea las huellas de extrañas presencias y transformaciones, como los l.lobos (pronúnciese "tchobos") meigos de la parte de La Sierra, en Ibias, lindando ya con Lugo.

El caso Romasanta sigue rodeado de misterio, comenzando por su propia identidad sexual. Lo bautizaron como Manuela, aunque luego lo confirmaron como Manuel y llegó a estar casado brevemente. Hay quien apunta que sufría de hemafroditismo, que en realidad era una mujer con un exceso de hormonas masculinas, lo que le hacía tener barba cerrada. No medía mucho (1,37 ) y tenía fama de afeminado, porque realizaba tareas femeninas, quizá para entrar con mejor pie en las casas y ganarse a las mujeres. El facsímil publicado en Galicia incluye una carta-tipo que entregaba a sus víctimas, madres separadas y solteras, para encandilarlas. Era de verbo fácil y florido, y tenía más medios que el común de los mortales en una Galicia que atravesaba la peor hambruna del siglo XIX. De 1846 a 1851 cometió sus crímenes, de los que fueron vecinos de los pueblos de Rebordechao y Castro de Laza, todos acuciados por el hambre y el repudio social: Manuela García Blanco y su hija Petra (14 o 15), Benita García Blanco (33 o 34) y su hijo Francisco (9 o 10), Josefa García Blanco (49) y su hijo José (20), Antonia Rúa Caneiro (36 o 37) y sus hijas Peregrina (3) y María Dolores (12). A ellas las convencía para emigrar a casas de postín. Antes, las infortunadas le vendían todas sus pertenencias. Hacía llegar cartas en las que las supuestas colocadas hablaban maravillas. Algunas de ellas eran de su puño y letra, otras no, lo que hizo pensar en cómplices, los extraños Antonio y don Genaro con los que se transformaba en lobo tras revolcarse tres veces en el suelo.

Con el tiempo, aparecieron algunas prendas (pañuelos, una falda) de las mujeres que se habían marchado en algunos pueblos relativamente cercanos y echaron a correr los rumores. Romasanta terminó siendo "o do unto", "el del unto", y en la mente de los aldeanos mataba para sacar la grasa de sus víctimas y venderla en las boticas de Portugal a precio de oro, como recordara en 1929 Vicente Risco, en su discurso de entrada en la Real Academia Galega. Ante estas sospechas, Romasanta puso tierra de por medio, por segunda vez, porque ya lo había hecho diez años atrás, después de la muerte de un alguacil de León que iba a prender al buhonero por una deuda de 600 reales. Romasanta se hizo con un pasaporte falso y pasó a Castilla, donde "tres de Laza" le reconocieron mientras andaba a la siega en la localidad toledana de Nombela.

Ya prendido, de regreso a Orense, fue cuando sorprendió a todos con su confesión de alobado. Aseguraba ser el séptimo hijo de sus padres y haber sufrido una maldición durante 13 años, desde 1839. Cuando se transformaba, decía, despedazaba a sus víctimas con uñas y dientes hasta el hueso, y luego dejaba los restos en el bosque. En 1852, por San Juan, dejó de ser lobishome. El juez de Allariz le condenó a muerte, pero la sentencia fue conmutada por cadena perpetua en la Audiencia de La Coruña. Un segundo fallo de este tribunal volvió a condenarle a muerte. Y entonces fue cuando terció la reina con su indulto parcial, después de que un cónsul francés en Argel, el doctor Philips, profesor de electro-biología (nombre con el que entonces se denominada a la hipnosis), pidiese que no se le ajusticiase al considerar que Romasanta era "un desgraciado acometido de una especie de monomanía conocida de los médicos antiguos bajo el nombre de licantropía". De este tipo de locura se ha escrito mucho, y algunos han indicado que podría ser uno de los efectos del envenenamiento por cornezuelo de centeno, un hongo parasitario de este cereal que produce alucinaciones y el terrible ergotismo o "fuego de San Antón".

Durante años fue un misterio cómo había muerto Romasanta. Recientemente se ha sabido que murió en 1863, en el penal de Ceuta, de un cáncer de estómago. Hay quien ve en él una víctima de la rumorología y del sistema judicial de la época, quien cree que formaba parte de una red clandestina de inmigración ilegal, y que sus víctimas en realidad habían partido para ultramar. La ley era tan dura en aquel entonces que, aunque hubiese contado la verdad, al no poder demostrar el paradero de los nueve desaparecidos, se le hubiese condenado de todos modos a cadena perpetua en penales de África o en Cuba. Hay quien cree, en fin, que recurrió al cuento de la licantropía para pasar por loco y obtener una condena más benéfica. En este caso, se habría aprovechado de la leyenda del lobishome, extendidísima no sólo en Galicia, sino también en Asturias o el País Vasco, donde puede rastrearse la figura del Guizotso.

"Es una tradición muy asturiana. La mayor densidad de homes llobus la encontré en Ibias, Degaña y Cangas del Narcea. Pero también ha habido licántropos en Belmonte, o en Lena, cerca de La Cobertoria, rozando con Quirós. El más extremo, geográficamente, lo encontré en Sotres, Cabrales", asegura Álvarez Peña. En San Clemente de Ibias, dan incluso nombres y apellidos. "Allí se narra la historia de un chaval de Casa Sabelúa (Isabel) al que habían visto con forma de lobo, aullando, cerca de Bustelo", dice el etnógrafo. Y en la parroquia canguesa de Naviegu se narra la historia de un hombre que se transformó el lobo y atacó a su propia esposa, llegando a arrancarle la toquilla con las fauces. Luego, más tarde, ya en casa, la mujer vio entre los dientes de su marido los hilos de la prenda, y de esta forma rompió el maleficio. "Esta misma historia se encuentra en Alemania, Suecia, Noruega...", añade Álvarez Peña. En Sotres, Saturnino López le refirió al escritor la historia de otro home llobu, "un chaval al que le gustaba la carne tanto que devoraba las raciones de sus hermanos". La madre, al descubrirlo, le lanzó la maldición: "Permita Dios que te vuelvas lobo siete años y te fartes de carne". Dicho y hecho. Durante siete años tuvieron lugar las transformaciones. El desgraciado tenía que recorrer hasta siete concejos, si no la carne le sentaba mal.

Álvarez Peña ve el origen de estas creencias en antiguos rituales iniciáticos de sociedades guerreras, ya relatados por Plinio el Viejo o el monje galés Nennius. La referencia más antigua sería la transformación de Lycaón en lobo, por haber intentado engañar a Zeus para que devorase carne humana. En la Edad Media, con la omnipresencia del cristianismo, el asunto adopta un aspecto más tétrico, y el lobo pasa a ser un trasunto del demonio. El más famoso licántropo juzgado y ajusticiado será Peter Stumpp, el hombre lobo de Bedburg (cerca de Colonia), vampiro, caníbal, padre incestuoso y en tratos con el demonio, al que le dieron las mil muertes (le abrieron las carnes con tenazas, le cortaron las piernas y le quemaron junto a su parentela) en 1589. "El home llobu suele ser el séptimo hijo y la maldición recae en él por haber roto algún tabú cristiano, como el ayuno en la Cuaresma", sostiene el etnógrafo.

Primos hermanos de los licántropos son los capitanes de lobos, o los peerios de lobos, que no se transforman en el cánido, pero aparecen siempre rodeados de siete de estos animales, y reclaman a los campesinos una hogaza de pan, que comparten con las bestias. Álvarez Peña establece el origen de esta tradición en Francia. Asturias dio sin duda la más conocida peeria de lobos, Ana María García, la Lobera de Llanes, juzgada por la Inquisición de mayo a agosto de 1648. El abogado y expresidente del Principado Juan Luis Rodríguez-Vigil, que dedicó todo un volumen a la Lobera, cree que "probablemente estaba conectada con alguna saga brujeril de la zona de Guedías y Quintana". Fue denunciada en Toledo por una señora, posiblemente por celos, como apunta Álvarez Peña. "Decían que andaba por allí con siete lobos, todo muy simbólico", señala Rodríguez-Vigil. "Contrariamente a lo que se piensa, la Inquisición no era dura con la brujería rural, menos después del fiasco de las brujas de Zugarramurdi. Era más dura con el judaizante, con el morisco. Para las brujas de aldea, como era la Lobera, había instrucciones de que se les diera un trato más benéfico. A Ana María García le dieron 100 azotes y la mandaron a un convento durante un año para ver si aprendía algo de las monjas. Después vino para acá, para Asturias, y de ella no se supo más", señala Rodríguez-Vigil.

Como se ve, todo este asunto de los lobos se desplegaba en una sociedad extremadamente pobre y supersticiosa. De algunos crímenes motivados por la creencia en embrujos y maldiciones da cuenta Matías Sangrador y Vítores en su "Historia de la Administración de Justicia y del Antiguo Gobierno del Principado de Asturias", publicada en 1866. Allí se cuenta por ejemplo el asesinato de la supuesta bruja Juana García en Villanueva de Oscos, en junio de 1859, a manos de los hijos de Josefa Rodríguez, esposa de Miguel Villabrille. Esta última mujer sufría frecuentes accesos de histeria, y le hicieron creer a la familia que había sido embruxada. El matrimonio viajó a Galicia para ver a un saludador. Tras pronunciar algunos conjuros, el charlatán les convenció de que una bruja que vivía cerca de su casa les había echado un maleficio, y que debía ser ella la que lo deshiciese. Convinieron en que se trataba de Juana García, con fama de hechicera en Villanueva. De regreso a los Oscos, Josefa y Miguel dejaron el asunto en manos de sus hijos, Juan y José, quienes irrumpieron una noche en la casa de Juana, saltaron sobre su cama y tras llenarle la boca de tierra, la ataron por los pies y la llevaron arrastrando desnuda entre peñas y maizales hasta una casa en Bobian. Allí la amenazaron con meterla en un horno y tras colgarla del techo, comenzaron a golpearla con sogas de cerda, con tal violencia que sufrió lesiones irreparables. Cuando ya se sentía desfallecer, accedió a quitar el embruxo a Josefa. Soltó algunos supuestos conjuros y la llevaron de vuelta a casa, en brazos, porque no podía sostenerse. Murió esa madrugada, no sin antes referir a los vecinos y al cura que le dio la extremaunción el calvario por el que había pasado. Como indica Juan Luis Rodríguez-Vigil, seguro que hubo más casos, incluso de hombres lobo, pero gran parte de la documentación se perdió en las destrucciones de la Revolución de 1934, o incluso antes, cuando los legajos judiciales se utilizaban para los cartuchos de la Guerra de la Independencia.

Una de las últimas reverberaciones del mito Romasanta hay que buscarla en otro truculento caso que puso los pelos de punta a los asturianos. Se trata del "estripador" de La Magdalena, el vampiro de Avilés. Ramón Cuervo, conocido como Ramón de Paulo, un vecino de Santa Cruz de Llanera que había estado emigrado en Cuba, fue detenido en 1917 tras asesinar al niño Manuel Torres. Enfermo de tuberculosis, una condena a muerte segura en aquella época, decidió cumplir lo que le habían aconsejado para curarse: beber la sangre de un niño sano. Así lo hizo. Atrajo con argucias al menor y le hizo un tajo en el cuello del que chupó una bocanada de sangre caliente. Lo dejó desangrarse, y el cuerpo fue encontrado unas horas después. Sin embargo, lo detuvieron rápido. Lo bajaron por el centro de Avilés, camino de la cárcel, en medio de una brutal presión popular. Juzgado y condenado, dicen los periódicos de la época que se fugó a la altura de La Consolación, en Corvera, y nunca más se supo de él. También fue tildado de sacamantecas, quizá por su paralelismo con el crimen de Gádor (Almería), que se había perpetrado en 1910. Un campesino de 55 años, enfermo sin remisión de tuberculosis, se puso en manos de una recua de curanderos capitaneada por Francisco Leona y Agustina Rodríguez, que, a cambio de 3.000 reales, decidieron sangrar a un niño, al que rajaron a la altura de la axila, para que el tísico bebiera de su sangre. Luego le abrieron el abdomen y Leona le sacó al niño la grasa, para hacer una cataplasma. El asunto terminó con cuatro condenas a muerte, de las que llegaron a cumplirse dos.

Tras estos casos ya no se vuelve a hablar en España de sacamantecas y hombres lobo. Quizá, como apunta Sánchez-Dragó, murieron todos en la degollina de la Guerra Civil, o se han hecho "más astutos y latebrosos".

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