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La mirada de Lúculo | crónicas gastronómicas

Martigues, la ingenuidad y la poutargue

En el pequeño puerto francés mediterráneo, las sardinadas y las huevas de mújol forman parte de la tradición local, al igual que la vieja fama lepera de sus vecinos de creérselo absolutamente todo

Martigues, la ingenuidad y la poutargue

La primera vez que estuve en Martigues, hace ya años de ello, los vecinos y algunos veraneantes coincidían para las sardinadas de julio en los braseros a las puertas de las cabañas de pesca. Descorchaban botellas de vino blanco de Cassis mientras se dejaban acariciar por la brisa que provenía del Étang de Berre. No era fácil percibir entre el humo de los brasas y el olor de las sardinas el aire contaminado por las refinerías de petróleo. Un aire que, con el paso del tiempo, ha acabado por borrar hasta la proverbial ingenuidad que caracteriza a los habitantes de la bonita villa situada entre Marsella y la Camarga.

Martigues, aunque ya no es lo que era, sigue teniendo una bella postal marinera. Cuenta con las famosas sardinadas, un bonito puerto y una peculiaridad no probada comparable a la fama que arrastra Lepe: la credulidad que distingue a sus vecinos. Por ejemplo uno de Martigues, a lomos de su mula, transporta dos enormes sacos de trigo, el primero cargado sobre la espalda, el segundo sobre el pecho. Cuando el viandante que pasa al lado le pregunta por qué soporta esa carga teniendo a la mula, responde que es para librarla a ella del peso. En Marsella se suele decir "yo no soy de Martigues" si alguien intenta colar algo que no resulta creíble. Precisamente uno de los chismes que circulan sobre la simpleza de los martégaux es que un grupo de ellos, picado por la curiosidad, visita Marsella porque han dicho que han visto un pez de un tamaño prodigioso, cuya cabeza reposa en el puerto de la ciudad y la cola en el Château d'If, a muchos kilómetros de distancia. Así puede que fuera, pero no tanto, y fue así, pero tampoco.

La cuarta peculiaridad que distingue a Martigues es la poutargue o botarga, su famosa salazón de huevas de mújol, que como ha sucedido con sus hermanos griegos e italianos hace tiempo que pasó de ser la comida diaria de los pescadores a convertirse en un producto delicado para gourmets. Hay quien lo conoce como el caviar provenzal. La captura del mújol se produce tradicionalmente en el verano cuando las hembras, cargadas de huevas, se disponen a abandonar el Étang y son atrapadas en las redes (carrelets) sumergidas en el agua. Provistos de cabrestantes, los pescadores levantan las capturas y seleccionan con cuidado las huevas para no romper la fina tela que las protege. Se lavan, se salan, se prensan, y, posteriormente, se secan en un lugar ventilado, al igual que sucede con cualquier otro tipo de salazón. Su color va del dorado al ámbar, y su sabor es tan yodado e intenso que cualquiera podría imaginarse comiendo el mar. Las huevas secas se rallan o se sirven en lonchas finas acompañando una tostada de pan. Tradicionalmente se hace con ellas una mantequilla para aderezar los platos de pescado y de pasta.

Con las huevas del salmonete gris, lisa o mújol se utilizaron desde tiempos remotos las técnicas de los egipcios en la momificación de sus faraones. Realmente, botarga significa huevos preservados como una momia. Su nombre aparece en la literatura griega desde la Antigüedad y, posteriormente, durante décadas se la tuvo por el caviar de los pobres. La técnica de preservación que se emplea para la poutargue o botarga la utilizan también en Sicilia para el atún y en cualquier otra momificación de las huevas de pescado. En la Magna Grecia como en el Étang de Berre o la laguna de Missolonghi, también se comercializa la hueva curada y, mayormente, en polvo gratinado para aderezar la pasta, en vez del queso parmesano. Son famosas las de Trapani y Marzamemi. Al ser de atún, la botarga tiene un sabor mucho más fuerte y, por tanto, menos delicado que la de salmonete gris de los griegos. La bottarga di tonno es asimismo una especialidad muy solicitada entre las conservas secas de la isla de Cerdeña. En Barbate, los productores de la mojama y de otros salazones ofrecen, igualmente, huevas de pescado de calidad.

Tengo predilección por la botarga griega de Trikalinos, curada en sacos de sal al aire y posteriormente recubierta de cera de abeja para su conservación. Habitualmente, las botargas han pecado de excesivamente saladas y lo que diferencia ésta de otras es precisamente su bajo contenido en sal, un 2 por ciento, que la hace apetecible no sólo para combinar con el tradicional ouzo sino también con un buen whisky de malta. Su sabor umami, denso, y su consistencia melosa, la convierten en una de las experiencias gastronómicas más placenteras que se puedan tener.

En Martigues, los partidarios del método tradicional desechan la cera para la conservación de las huevas, no así los innovadores. A principios de mes, el hombre que me las vendió en una de las conserveras del pequeño puerto francés mediterráneo hizo hincapié en que las que había comprado eran las auténticas, sin manto de cera y un trocito de carne secada del mújol en el extremo superior. Una vez en Martigues aproveché también para aprovisionarme de mélet, la pasta especiada de anchoas, originalmente de arenques, otra de las especialidades locales que se unta en pan tostado y se perfuma con unas gotas de aceite de oliva.

El proverbial candor de los martégaux no se refleja en el precio de sus conservas y salazones. Todo hay que decirlo.

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