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Malos tiempos para los buenos mitos

Fracaso y redención de la identidad histórica asturiana

Malos tiempos para los buenos mitos

Se rumorea que hace ya años un reputado medievalista que ejercía de cicerone para un príncipe Borbón exclamó al mostrarle las arquitecturas de los reyes de Asturias: "Alteza (pausa solemne); he aquí el solar de sus antepasados". Es una escena casi épica que bien podía haber discurrido Tolkien, épica y excéntrica, de un flemático surrealismo muy inglés, nación que idolatra las piedras mágicas y las leyendas artúricas. Con un salto circense de mil años, prodigiosa elipsis, nuestro erudito hermanaba la suerte de una estirpe francesa llegada en el siglo XVIII y un linaje primitivo que había nacido en el fragor de una batalla del siglo VIII. No era mentira. Tampoco era verdad. En la creación de identidades y mitos, esos engarces pueden llegar a justificarse mediante cálculos genealógicos, o vericuetos políticos, con la misma precisión que un físico teórico emplearía en medir el peso del alma.

La complejidad de un mito, paradójicamente mutable e inmutable - el mito conserva parte de su esencia pero se reformula en el rostro de cada época-, lo hace dúctil al tacto de las ideologías. Pese a su aparente compacidad, se dobla y desdobla como el plomo sin que llegue a percibirse una sola fisura. El daño es interno.

Asturias, o lo que hoy conocemos como Asturias, está sembrada de mitos y referentes históricos que podrían haber sofocado nuestra hambruna colectiva, pero de cuya fertilidad hemos cosechado habitualmente rastrojos. Nuestro territorio ha sido minúsculo en largos períodos, descomunal durante algunos instantes: la Prehistoria, el Reino de Asturias, la Revolución Industrial. Nuestro fracaso a la hora de construir una identidad común profunda y duradera es categórico. Sentimos un orgullo sincero, cándido como la llovizna que empapa los campos sin perforarlos, una fiebre incurable del emigrante que añora y sublima su pequeña aldea.

Pocas identidades, más aún si enarbolan el delicado pabellón del nacionalismo, surgen a partir de un acuerdo espontáneo. Los liderazgos individuales -el chamán, el jefe tribal-, las clases sociales en ejercicio de su supremacía, o en lucha por la misma, imponen sus designios, reescriben y reparten las páginas de la Historia. Y en estos derroteros, las capitulaciones asturianas se suceden. Capituló la nobleza medieval, que hasta el siglo XIV, cuando la fundación del Principado de Asturias apagó para siempre la hoguera, hizo de nuestras montañas uno de los focos más insurrectos de la Corona, con figuras muy destacadas: Gonzalo Peláez, en particular Urraca la Asturiana, personajes que en ámbitos autonomistas más exaltados, como el catalán, hubiesen ascendido al panteón de Wilfredo el Velloso.

Fracasó una burguesía del siglo XIX que emuló tibiamente desde una perspectiva cultural, sin la fogosa vertiente económica y política que manifestaron sus homólogos vascos y catalanes, la reclamación de símbolos distintivos: mitologías, cuentos, tradiciones jurídicas, una aldea eterna de la cual usurparon sus emblemas corporales (la montera, las madreñas). Los escombros de su herencia pueden encontrarse en un folclorismo tópico y banal, que la investigación antropológica y una cultura literaria y musical muy meritoria han intentado, con noble empeño y relativo éxito, someter. Es un folclore estancado y fangoso como una turbera, delirante y frugal como un spot publicitario de segunda, que combina trasgos, gaitas, sidra y trajes regionales, o pegatinas de merchandising sagrado adheridas a la luna trasera de los coches.

Sin liderazgo, sin una energía concentrada, la construcción de la identidad asturiana se ha desmigado como el pan duro en una guerra, racionada entre facciones culturales, ideologías y tendencias políticas que pueden coincidir, no por ello renunciando a su perpetuo desacuerdo, en una etapa histórica, descomponerla en partículas y reconstruirla luego desde su particular punto de vista.

La izquierda ha fundamentado su identidad en los siglos contemporáneos, el período en que alcanza plena conciencia, con su propio martirologio (Aida Lafuente, la represión franquista) y sus epopeyas (la Revolución del 34, el movimiento obrero y las huelgas mineras).

El tradicionalismo político y social ha viajado más atrás en el tiempo, hasta una Edad Media fabulada casi desde su arranque. El Reino de Asturias, en particular, fue cuarteado como un ternero. Los obispos falsificaron la diplomática, los monasterios inventaron donaciones y se atribuyeron los sepulcros de viejos monarcas, los reyes castellanos, luego españoles, saquearon las ruinas y restauraron una imagen que respondía a sus designios. Y todo este cúmulo de fantasías, sublime, espléndido, ilusorio, fue vertido en obras con apariencia de rigor que han marcado hasta nuestros días la visión de aquellos tiempos.

Nuestra Edad Media fue expoliada y nacionalizada. El viaje de Pelayo encarna nuestro fracaso. Su figura fue fagocitada en largas genealogías de reyes castellanos, como una de esas letras miniadas que encabezan los códices por mero afán decorativo. La épica apenas le prestó atención y prefirió centrarse en señores castellanos idealizados (Fernán González, El Cid). Pelayo, que podría haber sido un arquetipo universal, nuestro rey Arturo, fue encarcelado en el Olimpo asturiano del Auseva y su trascendencia heroica resulta hoy casi anecdótica fuera de esos parajes. Y, sin embargo, Pelayo es Pelayo, hipnótico, irresistible, quijotesco y descomedido, un modelo mítico desperdiciado, porque prácticamente lo desconocemos todo acerca del ser humano que vivió doce siglos atrás. Ignoramos su estatura, sus pasiones y contradicciones, sus amores frustrados o su sexualidad y su biografía política puede resumirse en unas pocas palabras: una asamblea, una batalla, silencio... muerte.

Regreso a Covadonga cada año y me reencuentro con la niñez, con el Pelayo soñado. Lo veo arrojando rocas o cabalgando sobre un negro y esbelto corcel en la cima del monte (aunque sería más plausible, también menos homérico, recrearlo a lomos de un repolludo asturcón). Pero entonces mi mente adulta gana la partida y me recuerda que ni siquiera Pelayo ha conservado su pureza. La tramoya mística en los parajes de la batalla fue montada en el siglo XIX por un obispo, Sanz y Forés, con talento de escenógrafo y espíritu wagneriano; un obispo de sensibilidad medieval que supo invocar a la mismísima naturaleza para que los tonos dorados que el otoño proyecta sobre las repoblaciones forestales, la niebla que cubre la Cuesta Ginés, o la ira del río brincando de peña en peña exalten nuestro ánimo. Pues un mito perdurable ha de ser hosco al tacto como rayo de luz. Flaco favor nos hicieron los artistas que, hipnotizados por el Romanticismo europeo, materializaron su figura, o la de otros reyes asturianos, en esas recreaciones con pose de baraja española, barbiluengas y greñudas, infortunada aportación a la mítica de un guerrero que nunca debió abandonar las sombras de su cueva.

Hay mitos que, como un lanchón arrastrado por la corriente, se estrellan contra una orilla u otra. Hay un mito jovellanista, el Prometeo asturiano, ese bonzo que se inmoló rociándose de saín para alumbrar, breve e inútilmente, mientras sus huesos crepitaban como leños al rojo, una época oscura que siguió inmersa en las tinieblas. Pero Jovellanos es un mito de perfiles excesivamente definidos, cualidad poco propicia para que su impronta cale en una psique popular que sólo reacciona ante el misterio. Debido a ello, al margen de ciertas iconografías fácilmente reconocibles -el retrato de Goya- nuestro ilustrado gijonés persiste como un ideal de minorías intelectuales y políticas.

Hay una mitología castreña, céltica, turbia y opaca, tan ambigua que sirve igual para un roto que para un descosido. Quiso valerse de ella una dictadura obsesionada con la raza y el germanismo. Y desde las cátedras los investigadores se lanzaron a medir cráneos de campesinos buscando en sus semblantes, repujados por el trabajo, los rasgos faciales de un pueblo elegido tres mil años atrás por divinidades paganas. Ese celtismo ha sobrevivido a la crítica racional en corrientes de nueva espiritualidad que aman los truenos y las montañas.

Y Asturias, sin cabeza, sin acuerdo, se deshace en esquirlas no mayores que una uña. Es posible que el paisaje interior de la conciencia asturiana sea tan abrupto y escabroso como las tierras que habitamos. Eso explicaría, en parte, nuestra predisposición cainita a desautorizar cualquier empeño de edificar unos lazos comunes. Desintegramos cualquier esfuerzo reivindicativo y entregamos la memoria histórica a nuestros acreedores, ya hipotecada, como esos parientes que pleitean sin desmayo por la casa de los ancestros y entretanto observan imperturbables cómo se desmorona día a día.

Ahora deseamos que el viento del patrimonio nos arrastre por la tempestad del futuro. Una simiente de museos y proyectos arqueológicos ha sido esparcida por las agotadas tierras que antaño recolectaron maíz, carbón o el fruto metálico de la siderurgia. Ayuntamientos como Gijón prendieron las primeras luces. Algunos como Castrillón han impulsado ideas que, como la recuperación de la mina de Arnao y el castillo de Gauzón, santuarios de nuestro pasado más relevante, propagan en estos días sus esporas por otros municipios y otros proyectos. Y aquí hemos de guardar cuidado. Podemos concebir, debemos concebir una identidad histórica mancomunada, compartida, que acoja nuestras similitudes y también nuestras discrepancias, que represente los modos de sentir de las élites, como ha sido lo más usual, pero también una mitología propiedad del campesinado, de la clase obrera, porque ahí habita la oportunidad de poetizar de una manera genuina, inconfundiblemente nuestra, el legado colectivo. Podemos, debemos reivindicar el Prerrománico de piedra y ladrillo, las iglesias y castillos, pero esa vertiente clasista, selectiva, dedicada a repetir esfuerzos inversores de prestigio en otros castillos y edificios nobles, cojea si no rescatamos el Prerrománico de barro y paja -arcilla y zarzas diría Yeats- de aldeas medievales y bosques roturados, de montañas trilladas por el ganado y cabañas que el invierno derrite. Podemos, debemos superar los localismos, las apreturas de una tierra amurallada por el mar y la Cordillera, extraer de esa herencia mancomunada, de ese hogar socialmente conspicuo, aquellos aspectos que nos hacen partícipes de una conciencia histórica mundial, el extraordinario valor universal de nuestras singularidades.

¿Necesitamos el mito? ¿Requerimos del unicornio? Sin duda alguna. Renegando de ese pesimismo congénito que nos aflige, quiero creer por un instante en la tierra donde Gilgamesh, Leda, Arturo y Pelayo conversan en animada charla -quizá Jovellanos también lo haga- esa tierra donde no hay imperfecciones, donde todo es virtuoso, Adán y Eva se resisten a la tentación y Moisés consiente que se adore el becerro de oro. En esa tierra, que nadie ha cartografiado en la geografía terrestre ni descubierto en el polvo estelar, hay paisajes inexplorados de la memoria, o desterrados hace tiempo. Y el reconocimiento público de nuestra Historia común puede ser uno de los escenarios más hermosos, también más complejos, por cuya conquista merezca la pena combatir, en una reconquista propia, una reconquista cultural.

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