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Así nos robaron el alma de Asturias

El expolio de la Catedral, del que ahora se cumplen 40 años, fue más que un robo: fue un ataque brutal a unos símbolos que aglutinaban una región que en esos momentos se fraguaba como autonomía

Y, ahora, lo justo y necesario sería que cayese del cielo la ira de Dios. Pero no cae. No ocurre nada.

Mil doscientos años antes de esta neblinosa madrugada del miércoles 10 de agosto de 1977, el rey Alfonso II el Casto mandó proteger la hermosa cruz que donó a la catedral de San Salvador de Oviedo con la siguiente advertencia inscrita en la parte posterior, de chapa de oro lisa: "Cualquiera que intente llevarme donde mi libre voluntad la dedicó, perezca repentinamente con el rayo divino". Pero la alarma de Dios no salta, no hay chispazo letal y en la Cámara Santa de la catedral asturiana alguien despelleja con saña ese prodigio de la orfebrería que todos conocen como la Cruz de los Ángeles. Va a cometerse el robo del siglo. El robo del alma.

En el suelo del lugar del crimen hay una lata de mejillones desventrada que sangra la salsa rojiza de su interior. Ha sido la cena del delincuente quinqui que ahora destroza a conciencia tres joyas milenarias: la Cruz de la Victoria, la Cruz de los Ángeles y la Caja de las Ágatas. Lo banal hiere a lo sagrado. Las tres piezas son mucho más que una herencia material del Reino de Asturias, aquel tiempo legendario, el supuesto paraíso perdido de los asturianos. El tesoro de la Cámara Santa es puro pegamento emocional: sobre estas tres piezas -especialmente sobre la primera- está engarzada la identidad corporativa de una región de individualistas, de un millón de personas refractarias mil veces a la cooperación pero que se funden hasta la lágrima al invocar un puñado de símbolos básicos: esa cruz y el campo azul de la bandera donde ondea, el "Asturias, patria querida", la Santina, la sidra...

Cuando se conozca la fechoría que esta noche se está cometiendo en el vientre milenario de la Catedral, Joaquín Manzanares, cronista oficial de Asturias, tasará lo que realmente valen las joyas: "¿Pero quién entiende esto que yo digo? ¿A quién le interesa? Preguntar por el valor material de lo robado a mí me indigna. Y a quien a mí me lo pregunta, yo le respondo con otra pregunta: ¿Cuánto vale su madre? Ésa es la cuestión", escribe en LA NUEVA ESPAÑA.

La noche en la que un quinqui de 19 años destrozó el alma de Asturias

El destrozo es brutal. El chaval que lo está cometiendo se llama José Domínguez Saavedra, de 19 años, nacido en O Grove, hijo de una familia que vive en la indigencia. De profesión "marino mercante", dice últimamente. Y luego envía a sus padres grandes piezas de bacalao robadas para demostrar que anda en el mar. Ha tenido problemas con la justicia desde los 7 años, cuando debutó asaltando una sacristía. Se comió casi todas las hostias que había. Ya por entonces, los símbolos se la traían al pairo al pequeño e indómito José, el primero de cuatro hermanos. En O Grove recuerdan que su padre trabajó de barrendero y que un día encontró una cartera, luego la devolvió íntegra y no quiso aceptar ninguna recompensa a cambio.

Domínguez Saavedra está en Oviedo recién fugado de la prisión de Pontevedra. Es un escapista. Ya en el reformatorio no había forma de meterlo en vereda. Llegó a la capital asturiana con cierto estrépito. Con un coche robado chocó contra una pared. Dos policías municipales lo auxiliaron de varias heridas y magulladuras. Él les daría a cambio, días después, un buen dolor de cabeza.

Es un gallego de mirada caída, con el pelo moderadamente largo, de poco gesto y mueca de hastío en la boca. No parece dado a las emociones. Cuenta a sus conocidos que ha viajado mucho por España. Le acompaña una mochila en la que ha escrito a bolígrafo más de cien nombres de ciudades y países. También ha escrito sobre ella su nombre y apellidos muchas veces. Diez años después, en Monte Porreiro (Pontevedra) este ladronzuelo matará, impasible, de un disparo en la cabeza a dos portugueses que se le habían acercado en el pub Cervantes de O Grove a venderle bisutería, haciéndosela pasar por oro. Despertaron su codicia y en vez de plata tragaron plomo.

Pero Saavedra aún no se ha convertido en asesino. En esa noche solitaria en la Catedral es apenas un ratero. Busca los donativos. A ver si hay algo más de calderilla. Eso es lo que él pretende cuando el día 9 de agosto accede como un visitante más a la Catedral. Serán las siete y media o las ocho de la tarde. Hasta la hora del cierre se queda escondido en la galería alta, a la que accede por la escalera de la torre románica. Espera a que se cierren todas las puertas. Escucha pasos, voces cerca. Luego las llaves al girar. Luego el silencio gótico del templo. Luego, una tranquilidad. Por si acaso, permanece aún una hora más agazapado. Empieza su gran noche. Busca en los cepillos y trata de abrir la caja fuerte, marca Gruber, que hay en la sacristía. No lo consigue. No se va a ir sin botín. Busca y busca y después de forzar tres puertas con una palanqueta que encontró en las obras que están haciendo en la techumbre, entra en la Cámara Santa. De repente está ante un tesoro fabuloso. Así tal se imagina los tesoros: una cueva llena oro y piedras preciosas. Aquello es más de lo que jamás se habría esperado encontrar. "Buen negocio, he tenido suerte", piensa a la vista de aquellos brillos.

Pero Saavedra no sabe realmente dónde está. Si le preguntan si es religioso, responde impasible: "No sé qué es eso". Tampoco sabe en absoluto qué pueden ser o significar esas joyas de Oviedo. Sólo comprenderá el verdadero alcance de su saqueo al día siguiente, en Gijón -adonde ha ido a esconder el botín en una escombrera cerca de la Fábrica de Moreda-, cuando escuche a la gente hablar de los millones que pudieron haberse llevado de la Catedral. Pero eso será mañana. De momento, en esta noche impune, lo único que está pensando Saavedra es que el destornillador que siempre lleva consigo ya le está quemando en el bolsillo y darle gusto va a ser la única manera de llevarse todo aquello para poder venderlo. Va a hacer trizas el tesoro. Él quiere el cuerpo, el oro puro; el alma de Asturias que anide en estas piezas, que se la quede quien quiera.

Con la Cruz de los Ángeles se emplea a fondo. La pulveriza: cuando la Policía recupere todo el material, los fragmentos no serán mayores que un centímetro cuadrado. Carlos Álvarez, el joyero encargado de su restauración, el hombre que revivió el cadáver, se quedará sin palabras cuando reciba aquel puzle de tres kilos de peso, hecho de oro casi puro, dúctil y maleable. "Decir que estaba destrozada es muy suave", dirá. Cuando los canónigos descubran la fechoría a las nueve de la mañana del día 10 de agosto hallarán restos de fuego en el suelo de la Cámara Santa: Saavedra intentó incluso fundir el oro milenario.

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