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El beduino que rescató al Principito

El escritor Antoine de Saint-Exupéry dio con el germen de su obra más conocida, de cuya publicación se cumplen 75 años, en la ayuda que recibió de un nómada tras estrellarse con su avión en el desierto

Una conocida ilustración de "El Principito".

El desierto Líbico es un infierno. Englobado dentro del enorme Sahara, la temperatura supera los 50 grados, una trampa mortal para cualquier hombre desorientado y sin víveres. En este escenario, el Caudron C-630 Simoun n7041 pilotado por Antoine de Saint-Exupéry se hundió a gran velocidad en la arena nocturna. Iba con su mecánico André Prevot y llevaban consigo uvas, dos naranjas, algo de café y un cuarto de vino. Era el 30 de diciembre de 1935 y ambos emprendieron la marcha a pie al amanecer. Avanzaban hacia una muerte segura. Pero no era el día. Un giro trascendental, fruto del azar, hizo posible que el escritor francés sobreviviera para publicar, ocho años después, hace ahora 75 años, la obra que le inmortalizaría, "El Principito", una historia universal -la más traducida después de la Biblia- que arranca en aquella experiencia en la que, agotados los alimentos y deshidratado, el héroe galo sufrió alucinaciones visuales y auditivas. Al cuarto día de aquella tortura, rendido, seguramente alargando los brazos hacia un sueño eterno que encarnaba aquel cielo del que nunca habría querido descender, Saint-Exupéry sintió el tacto áspero de una mano arrancándole de la muerte. Era la de un beduino que viajaba a lomos de su camello y que nunca llegaría a ser consciente de su influencia en todo el imaginario occidental.

Todos nosotros, polvo de estrellas, somos fruto de una casualidad, de una posibilidad remota, como que te encuentren en medio de una abrasadora nada que triplica a España en extensión. Eso fue lo que le sucedió al francés, que poco después, en su mejor y más profunda obra, "Tierra de los hombres", se refería así a su salvador: "En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con la cara de todos los hombres a la vez. Nunca fijaste la mirada para examinarnos, y nos has reconocido. Eres el hermano bien amado. Y, a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado de nobleza y benevolencia, gran señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo".

La experiencia marcaría al escritor, que ya había publicado "El aviador", "Correo del sur" y "Vuelo nocturno". Cuando publicó "El Principito", en 1943, ya era una celebridad admirada por André Gide y Jean-Paul Sartre, era famoso tanto por su talento literario como por su halo aventurero. Pero el de Saint-Exupéry es uno de esos casos en que una sola obra borra el resto de su producción, por potente que sea, ya que, aunque es conocido por el libro que narra las andanzas del pequeño visitante de las estrellas y que para muchos estudiosos narra un diálogo entre el Saint-Exupéry adulto y su infancia, ya había recibido el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa y el estadounidense National Book Award por "Tierra de los hombres". Saint-Ex, como era conocido por sus amigos y camaradas, con su vitalidad explosiva, su elegancia despistada y su amplia visión humanista, reunía todas las condiciones para entrar en la leyenda, ya que era un periodista que pilotaba su propio avión para cubrir conflictos, indagar en la esencia de los hombres y sus contradicciones y plasmarlo, porque, ante todo, era un contador de historias, ya fuera en la bohemia parisina en la que vivió su juventud, corriendo bajo las balas en el desierto o en su casa neoyorquina de Long Island donde, en los márgenes de las cartas que escribía a sus amigos y a las mujeres que pretendía, pintaba a un niño de cabellos dorados con la bufanda al viento.

Volar y contar. Fue lo que hizo en la Indonesia Francesa, en Moscú o en la España de 1936 a la que, enviado por el periódico "L'Intrasegeant", viajó para cubrir la guerra lo que dio lugar a los cinco reportajes de "La España ensangrentada". En el conflicto español se empapó del pesimismo del que hizo gala hasta su muerte respecto al futuro de Europa y del hombre. Un pesimismo que se acrecentó durante su exilio en Nueva York, en plena II Guerra Mundial, cuando fue acusado por De Gaulle de colaborar con los alemanes, algo muy alejado de la realidad en un paradójico piloto pacifista condecorado con la Croix de Guerre 1939-1945, que veía en la guerra un mal necesario, pero que se negó a lanzar una sola bomba, de ahí que se dedicara, principalmente, a vuelos de reconocimiento del frente enemigo.

Durante su estancia en la ciudad de los rascacielos, además de entrar en contacto con los editores que harían posible "El Principito", se trató de las múltiples fracturas y secuelas que su cuerpo sufría tras numerosos accidentes aéreos, hasta nueve. Para muchos, Saint-Ex era un niño indisciplinado y despistado que pilotaba aviones y que ya sufrió percances desde el inicio de su carrera como aviador, en 1921. El primer accidente grave lo tuvo en 1923, cuando invitó al teniente Richaux a dar un paseo a bordo de un Hanriot HD-14 para el que no disponía de licencia de vuelo; ambos acabaron hospitalizados tras una caída en barrena y el escritor, arrestado durante 15 días por indisciplina. Para otros era un piloto experimentado con miles de horas de vuelo que avanzaba hacia la aventura sin mirar atrás porque él sabía que "sólo en la lucha el hombre se enfrenta a sí mismo".

Por inexperiencia o atrevimiento, el galo sufrió numerosos accidentes que le pudieron costar la vida, pero que se tradujeron en literatura. Así nació, por ejemplo, "Tierra de los hombres", escrito durante su convalecencia tras un siniestro en Guatemala. Todos aquellos desastres pasarían factura a su cuerpo grande y corpulento y cuando, después de lograr que lo admitieran de nuevo en la fuerza aérea a pesar de su edad (tenía 44 años y la edad límite era de 35), eran sus compañeros los que le ayudaban a vestir aquella pesada ropa que les protegía. Hacía ya mucho tiempo que sufría grandes dolores al atarse los cordones de sus botas, pero él era un hombre de acción y no quería parar.

Y nunca lo hizo, porque Saint-Exupéry vivió con pasión los comienzos de la aviación, pasó su aristocrática infancia mirando al cielo desde el jardín del castillo familiar cerca de Saint-Tropez y crecería leyendo o escribiendo sobre las hazañas de pioneros como sus amigos Henri Guillaumet y el legendario Jean Mermoz, con los que coincidió trabajando para la compañía Aéropostale, germen de Air France. Eran los inicios del correo aéreo, los que le llevaron a Cabo Juby, en la actual Tarfaya, donde ejerció de jefe de escala para la compañía, donde escribió "Correo del sur", donde aprendió a tratar con las tribus del desierto, donde permitió a un esclavo de los moros saborear de nuevo la vida comprando su libertad, donde se fue, en definitiva, nutriendo de todo lo que sería su obra, ubicada entre la arena y el espacio, con el hombre siempre en el centro.

Amaba volar porque desde el cielo, desde su avión, "ese gran instrumento de análisis", oteaba con sus ojos saltones todo el rango de las pasiones humanas, veía perfectamente ordenada la naturaleza más noble e íntima y a la vez nuestra dimensión más horrible, encarnada en la guerra, la misma que acabó con su vida un 31 de julio de 1944, horas después de despegar de Córcega, cuando su rastro se borró estaba en una misión de reconocimiento fotográfico previo al desembarco aliado en Provenza. Nada más se supo de su persona. Un expiloto de la Luftwaffe alemana declaró en 2008 haber derribado el desarmado Lightning P38 del escritor francés, pero nadie pudo corroborarlo.

Años antes, en 1998, un pescador halló restos de un avión entre sus redes junto a una pulsera con el nombre del piloto y el de su mujer Consuelo Suncín, así como la dirección de sus editores en Nueva York. Su cuerpo nunca se encontró. Simplemente, como el pequeño príncipe, desapareció bajo una estrella.

"Tenía un pensamiento que sin pausa se hacía poesía y una poesía que sin interrupción se hacía pensamiento", dijo en una ocasión su amigo León Werth, a quien está dedicado "El Principito", una obra erróneamente tildada de infantil, un libro nacido de la observación, de esa parte esencial e invisible a los ojos que fue posible no porque Saint-Ex aprendiera a escribir, sino porque aprendió a ver. Un libro nacido de la solidaridad casual de un caminante del desierto que, sin saberlo, cambió la historia de la literatura.

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