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Así sufrí en el Sotón

La carrera extrema "Correminas", a 530 metros bajo tierra, es una lucha titánica contra la oscuridad

Sotón: Correr bajo tierra

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Sotón: Correr bajo tierra José Luis Salinas

Cuando estás a 530 metros de profundidad vale más no darle muchas vueltas a la cabeza. Ni pensar demasiado en esa pregunta que te hace todo el mundo cuando se entera de que vas a correr por las antiguas galerías de un pozo minero: "¿No tienes claustrofobia?". Evidentemente, no. Mi mayor preocupación al iniciar ese recorrido bajo tierra en el pozo Sotón (El Entrego) era si realmente mis piernas estaban preparadas para un trayecto que todos decían que era tan duro. Para lo que llaman un "rompepiernas". No tenía ninguna duda de que mentalmente estaba listo, pero ¿físicamente aguantaría ese apoteósico final que es la "Jota"? Pese a su nombre de canción popular aragonesa, se trata de una chimenea de cien metros que parecen cien kilómetros y que deja los brazos hechos añicos al subir por ella. Pero no adelantemos. Empecemos por el principio. Bienvenidos a la primera "Correminas" que organiza Hunosa.

Bajo el castillete, la jaula que se mete en las entrañas del pozo ya impresiona por sí sola. Los mensajes que cuelgan en la sala donde se espera a que ese ascensor minero se ponga en marcha no tranquilizan nada. "No meta la cabeza entre dos vagonetas", leo en uno. Procuraré recordarlo cuando esté abajo. Pero al primer arreón de la jaula ya se me han olvidado todos los consejos. Bajo con otros seis corredores, todos del Valle de Turón Trail Running. Algunos de ellos ya conocen el recorrido y saben por dónde pisar y por dónde no. Van dando consejos y haciendo bromas. Pero la mayoría no sabemos qué habrá allá abajo. Aun así el ambiente es de fiesta, porque correr para todos es una alegría, un escape, aunque sea por un túnel por el que no se ve la salida.

El único distintivo que nos hace asemejarnos a uno de los mineros que años atrás trabajaron la hulla del Sotón es el casco. Abajo será fundamental para ver por dónde pisamos.

El descenso de la jaula se hace eterno. Estamos todos apretujados, no cabe ni un alfiler. Por la cabeza van pasando mil pensamientos. Hay alguno del tipo: "Con lo bien que estaba yo leyendo un libro en el sofá de mis casa"... Pero no, ya no hay vuelta atrás. Estoy a medio kilómetro bajo la superficie. Sobre mi cabeza ahora sólo hay galerías y tierra y más tierra. Pero vale más no pensar en eso.

A la salida de la jaula los colores han cambiado. A los ojos les cuesta un poco adaptarse a ese nuevo ambiente. También a las piernas. Lógicamente, aquí abajo no hay mucha luz. El negro lo domina todo. El horizonte parece inalcanzable, inescrutable, tenebroso, misterioso. Pongan cualquier adjetivo más por el estilo.

Al contrario de lo que pueda parecer desde arriba, desde la superficie, aquí abajo, en el pozo, el ambiente no resulta opresivo ni mucho menos. Se respira bien. No hace demasiado calor. La temperatura irá subiendo a medida que las piernas vayan calentando. No hay sensación de estar encerrado a tanta profundidad.

Como es una carrera de prueba para tomar contacto con esta peculiar pista y comprobar el terreno antes de que los profesionales compitan a contrarreloj, la salida es un poco informal. Partimos todos juntos a sólo unos metros de donde nos dejó la jaula, junto a un par de vagonetas que han vivido tiempos mejores. No hay nada de espectacular en la salida, ni adelantamientos al estilo de la Fórmula Uno ni nada que se le parezca. Vamos haciendo piña.

Ya estamos en marcha y a buen ritmo, rompiendo la oscuridad de la galería con la luz que emana la linterna de nuestros cascos y con la cabeza gacha mirando constantemente al suelo, como si hubiéramos perdido algo. No queremos partirnos la crisma. Es complicado mantener la vista erguida porque hay que estar constantemente vigilando lo que nuestras caras zapatillas de runners van pisando. Cualquier mal paso puede ser fatal. El suelo esta lleno de trampas. Y a medida que se las va sorteando, las piernas van entonándose.

En el suelo hay grietas, dos carriles de tren por los que circulan las vagonetas y que nos acompañarán durante los casi cinco kilómetros de trayecto y, ¡oh sorpresa!, a poco más de trescientos metros de iniciarse la carrera resulta que el camino está completamente inundado. Todo anegado de agua que se filtra por el calzado y que alcanza a los calcetines. Ni la camiseta se salva de las salpicaduras. Si ir sorteando los obstáculos del suelo ya era una tarea ardua, ahora es un poco aún más incómoda si cabe. El agua es negra como la galería en la que sólo se oye el eco de nuestras pisadas. Algo así como un "chof, chof, chof, chof" multiplicado por los siete que somos. La ropa ya está empapada y sucia.

Una vez que empiezas a correr, se te olvida que estás dentro de una mina. Son tantas las cosas de las que hay que estar pendiente y que tener controladas durante el trayecto que ayudan a tener la cabeza ocupada. Mientras se van ganando metros a la profunda oscuridad uno deja de ser un runner y empieza a convertirse en una especie de Mario Bros. en su famoso videojuego de plataformas tratando de sortear y saltar obstáculos. Realmente, correr por la galería diez del pozo Sotón es una experiencia impresionante.

Pero la décima se acaba como a dos kilómetros de la salida. Allí, una fila de empinados escalones dan la bienvenida a los corredores. Son 260, para más señas, con algún que otro descansillo entre medias. Y resultan tan empinados como el desfiladero que tuvo que atravesar Frodo para llegar al Monte del Destino en la enorme obra de J. R. R. Tolkien "El Señor de los Anillos". Dos cuerdas y alguna que otra cadena hacen de pasamanos y hay que agarrarse a ellas como si te fuera la vida en ello para evitar una caída. Miras hacía arriba y apenas se ve el siguiente escalón, la oscuridad lo abraza todo. Al final de la escalera, como el título de esa famosa película de terror, el haz de luz de una linterna marca el ansiado final. Sale del casco de uno de los trabajadores de Hunosa, que aparecen con algo de avituallamiento que espera en el inicio de la siguiente prueba: la galería nueve.

Al llegar arriba la respiración falla, y se nota algo la opresión del pozo. Se echa en falta no tener un cielo del que coger el aire para meterlo en los pulmones para poder seguir. El esfuerzo fue brutal. Pero esto no ha terminado aún.

El escenario cambia de densidad. La galería nueve es algo más oscura. Hay mucho más polvo, pero las trampas siguen siendo las mismas. Es el mismo juego de plataformas para SuperMario "runner". Hay que estar más pendiente del suelo y de no dar un mal paso. "Esto ye más mina-mina", dice uno de los corredores cuando otea este nuevo horizonte. Mina-mina.

Seguimos corriendo contra la oscuridad. En las cunetas van quedando atrás viejas vagonetas, algunas máquinas que antaño sirvieron para horadar las paredes del pozo y arrancar de las entrañas de la Tierra el negro carbón. Tampoco da mucho tiempo a contemplarlas. Además, a la vuelta de la esquina, está el plato fuerte de la carrera, la temida "Jota". La vía para subir -o mejor dicho, trepar- a la galería ocho. Ahí encontraremos la meta. Pero antes la "Jota": se trata de una chimenea, completamente vertical en algunos tramos, de unos cien eternos metros de longitud. La verdad es que no había percibido lo sucia que está la mina hasta llegar a este punto.

Un pequeño salto y comienza la primera escalada. Me acuerdo de esa canción de "Iron Maiden" que en el estribillo dice eso de "escala como un mono del infierno al que perteneces". Sí, esto es muy "heavy". Los brazos se agarran a unos tablones de madera que están adheridos a las paredes de la chimenea, mientras que las piernas buscan acomodo a tientas. Alguien recomienda: "Hay que tener siempre tres puntos de apoyo". Es decir, no mover una extremidad hasta que las otras tres estén bien seguras. Pero aquí dentro, mirando hacia arriba y sin ver un claro final, es complicado pensar. Prima más el instinto y las ganas de acabar esta tortura.

El tramo vertical finaliza, pero la cosa no mejora, para sacar la cabeza por la galería ocho primero hay que superar una rampa con una pendiente media de 43 grados. A gatas. Literal. El recorrido está lleno de polvo negro que me hace resbalar en varias ocasiones. Vuelve a faltar el aire. Las piernas empiezan a decir basta y los brazos advierten de que no llevan suficientes horas previas de gimnasio para ese esfuerzo.

Consigo acabar la rampa y... queda una sorpresa final. Otro tramo vertical. Otra vez a escalar como un mono. Logro sacar la cabeza como si fuera un topo y amanecer bajo el negro cielo de piedra de la galería ocho. No veo la luz del sol, pero la satisfacción es de unas magnitudes estratosféricas. Como si tuviera todo el universo sobre mi cabeza. Allí acaba la carrera. La cabeza no está para pensar y el cuerpo pide agua. Mucha agua. Los que corremos lo hacemos para poder vivir momentos justo como éste. Ya saben aquello que dice el genial escritor japonés y runner, Haruki Murakami, cuando hablaba sobre correr: "El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional". Pues no, querido Murakami, está usted equivocado, el sufrimiento en el Sotón también es inevitable. Pero bendito sufrimiento.

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