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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

El veraneo atlántico de Monsieur Hulot

La puerta del hotel de la playa de Saint-Marc-sur-Mer se abre y entra el viento que presagia la tormenta dadaísta de aquellas vacaciones de antes a las que nos condujo el genial cineasta Jacques Tati

El veraneo atlántico de Monsieur Hulot

El inolvidable cineasta Jacques Tati huía de los lugares de moda. Tanto en París como en sus vacaciones, no le gustaban. Procuraba no frecuentarlos. Siempre estuvo muy apegado a Sainte-Sévère-sur-Indre, un pequeño pueblo de la región Centro que el año pasado celebró por todo lo alto el 70º aniversario del rodaje de Jour de fête, el primer largometraje del genial director y actor francés. Situado en el corazón del Berry, el país de George Sand, fue allí dos o tres veces al año hasta el final de sus días. Empezó acudiendo a su cita en Sainte-Sévère, con motivo de las fiestas locales del verano. Después lo hacía simplemente para descansar; el ritual se repitió con tanta exactitud que todos sabían cuando llegaba Tati. Su hija contó cómo reservaba una habitación, estacionaba su auto y comenzaba una visita que podía durar dos o tres días. La primera parada era en la panadería para saludar al matrimonio Boury, luego se reunía con Dede, el gendarme, y acto seguido se dirigía a la granja de monsieur Pigois para discutir sobre las cosechas. Sainte-Sévère discurrieron las verdaderas vacaciones de Jacques Tati. De ser Monsieur Hulot, el personaje más famoso de sus películas, Tati hubiera elegido Saint-Marc-sur-Mer, la pequeña localidad costera en el extremo oeste de Saint-Nazaire, que tan bien ejemplifica los veraneos franceses de otros tiempos: una melodía de felicidad irrecuperable sólo en parte. En otra se conserva, y cualquiera que viaje desde el este del estuario de la Gironda, en la Charente Marítima, bordeando la costa, hasta Normandia puede encontrar vestigios de ella. Empezando por los carrelets, esas pequeñas casetas de madera de acacia que se apoyan sobre estacas en la misma orilla del mar y que, inspiradas en una técnica tradicional que se remonta al siglo XVIII, son utilizadas para pescar mediante una red que cuelga de una polea y desciende hasta el agua.

"¿Cómo es el clima en París? ¿El cielo es azul o gris?", la, ra, la... Suena la vieja canción en el ritornello de Hubert Rostaing y aparece la larga silueta inclinada hacia adelante de Hulot: el torpe y ajetreado verano toma forma en la arena de la playa, surcada por los toldos de rayas blancas y azules. En Las vacaciones de Monsieur Hulot los recuerdos sonoros están más sujetos al timbre de los sonidos que al diálogo: el del motor del ciclociclo Salmson AL3 que conduce el protagonista de la película; los gritos de alegría de la chica inglesa, o la vieja voluptuosa que ríe las payasadas de Hulot. Pero especialmente, el soplido de viento que se cuela en el vestíbulo del hotel de la playa, señal de que una gran tormenta dadaísta se avecina, mientras los veraneantes están dedicados a matar el tiempo de diversas maneras, jugando una partida de cartas, sintonizando la radio o leyendo sus periódicos. El recién llegado de la pipa torcida quiere cruzar una y otra vez la puerta sometida a las corrientes de aire, incapaces de perturbar esas dulces vacaciones de verano que sólo el 15 por ciento de los franceses tenía la oportunidad de disfrutar a principios de los años cincuenta del siglo pasado. En España, el porcentaje era aún menor. Otra puerta batiente vuelve a centrar la atención, una camarero sale con un plato con solomillo y regresa con un lenguado meuniere tratando de mantener el equilibrio entre los comensales.

Si vamos a la comida, la costa atlántica de Francia puede presumir largamente. De las ostras de Marennes, y más arriba, en Bretaña, de las de Belon. De los corderos de las tierras salinas, la gran variedad de pescados, buenos pastos para carne y de una de las mejores despensas del mar, además de una mantequilla inigualable. La idea de refugiarse en un pinar cerca de la playa para comer unos mejillones abiertos sin más sobre un lecho de ramas es muy tentadora. Visitar puertos como el bretón de Guilvinec, cerca de Quimper, para comprar el marisco recién desembarcado a precios razonables, resulta un lujo al alcance de muchos.

La hija de Tati cuenta cómo una vez alquilaron una casa en Saint-Jean-Cap-Ferrat, muy lejos del Atlántico, en la Costa Azul. Cuando no trabajaba, su padre jugaba al tenis. Tres, cuatro, cinco horas al día. Era un fanático. Nadie le vio jamás sobre una toalla de baño. Iba a la playa solo para pedir las llaves de la casa a su mujer. Por la noche, tampoco iba a ver el atardecer con el resto de los veraneantes. En cambio, organizaba fiestas en las que todos participaban. "Fiestas del espagueti", un día, y cenas a la carta, otro. Incapaz de freír un huevo, decoraba las mesas a su manera y vestido de camarero tomaba nota de la comanda. Todo lo que se comía provenía del traiteur local. Él se preocupaba, mientras tanto, de los detalles. De observar. El cine de Jacques Tati está precisamente inspirado en las imágenes del anonimato en las que cualquier otro ser humano no repararía, y en la naturaleza cómica de los objetos. La suya es una mirada apegada a los matices cotidianos de los que extrae el maravilloso humor de sus películas en las que apenas existe la conversación, porque en la en la vida ya se habla mucho. Y donde tampoco se come gran cosa, porque el mundo está lleno de glotones.

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