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AGUSTÍN HEVIA BALLINA | Archivero de la Catedral y del Archivo Histórico Diocesano

"'El más traviesu se va para el Seminario', decían en mi pueblo"

"Mi padre murió en la guerra, y la familia vivió de lo que mi madre vendía en Villaviciosa; la veo cargada de productos camino de la Villa, una vida dura"

En su primera misa. A su lado, Gervasio González, párroco de Lugás.

Agustín Hevia Ballina se recuerda de niño en el despacho del cura de la parroquia de Lugás, Gervasio González, estudiando para ingresar en el Seminario. Solo, mientras el sacerdote hacía ruta por distintos lugares de las parroquias vecinas. "El problema es que aquella casa estaba llena de libros, de novelas y poemarios. Y yo, en vez de estudiar Latín, me ponía a leer a Palacio Valdés, Julio Verne, Hugo Wast, Muñoz Seca y muchísimo a Wenceslao Fernández Flórez. También cosas de Rosalía de Castro y de Machado. Yo qué sé... Cuando llegaba don Gervasio me tomaba la lección, yo no la sabía y me daba unas cuantas voces que se escuchaban en todo el pueblo. Pero qué pasó hoy, me preguntaban mi madre y mi abuela. Y yo les contestaba que es que el señor cura se había enfadado con su hermana. A don Gervasio nunca le conté que me pasaba las tardes leyendo literatura, pero no sé si alguna vez descubrió mis lecturas y si las toleraba, pensando que también redundarían en mi formación".

Agustín Hevia Ballina es el archivero de la Catedral y del Archivo Histórico Diocesano. Nació en 1938 en Lugás (Villaviciosa), cuya iglesia es considerada por muchos como el segundo santuario de Asturias. Al margen de clasificaciones, siempre discutibles, Lugás y su impronta ayudaron a forjar la vocación de este cura sabio y amante del arte que lleva toda una vida entre papeles y documentos.

Allí, en el entorno de ese pueblo rodeado de verdes, tuvo lugar una tensión soterrada, sin perder las formas, entre el cura y la maestra para decidir el futuro del pequeño Agustín, el crío más aplicado del cole.

"La maestra se llamaba Luzdivina Suárez, era de Pola de Siero, un gran carácter. Empecé a la escuela a los 4 años y el primer día me escapé. Mi madre tenía sus reparos y decía: 'Es que es tan pequeñín?'. Pero la maestra contestó: 'Carmen, los hombres grandes empiezan a formarse desde muy pequeños?'. Era una mujer de grandes frases, con gran predicamento entre las gentes sencillas de Lugás. Total que, con esos 4 años, a la primera ocasión que tuve me largué de la escuela, el acusica de turno le susurró a la maestra eso de 'señorita, Agustín escapose', y la maestra mandó a uno de los niños mayores que saliera a buscarme y que me trajera de nuevo a clase 'por las buenas o por las malas'. Me pilló ya cerca de mi casa y Pipo, que así se llamaba, volvió conmigo a rastras. Doña Luzdivina, que nos trataba de usted, me dijo: 'Siéntese ahí y no vuelva a marcharse'. Y así fue. Le tomé gusto al colegio".

Hay que retroceder a unos años antes, a una fecha negra. El 12 de abril de 1938, el padre de Agustín Hevia moría en un hospital, lejos de su tierra, a resultas de las heridas de guerra que había recibido un día antes en el frente de Morella, en Castellón. "Soy hijo póstumo. Mi padre, Agustín, murió en abril y yo nací en agosto. Me crié con mi madre y mis abuelos maternos, echando siempre en falta a ese padre que no he podido conocer. Mi padre tenía una hermana menor, Pacita, y por ese motivo no fue llamado a filas en el primer momento de la contienda, pero más tarde fue reclutado forzoso. Coincidieron en la guerra cuatro hermanos y mi padre murió a los 25 años".

Lleva Agustín Hevia Ballina media vida intentando localizar los restos de su padre. "Di con su nombre en las listas del hospital donde murió. Quizá llegue a localizarlos en el Valle de los Caídos. En todo caso, no pierdo la esperanza. El suyo fue un vacío que nunca he conseguido llenar del todo, a pesar de que siempre me he sentido muy acompañado de mi madre y de mis abuelos Aniceto y Balbina. La muerte de un padre en una guerra marca, pero no tengo rencor ni odio, entiendo que son las circunstancias a veces terribles como fue el caso de España. Conservo algunas de sus cartas a mi madre, escritas desde el frente, en las que demuestra su convicción de estar luchando por unos ideales nobles".

En Lugás había costumbre de rezar antes de la misa de los domingos un padrenuestro por cada fallecido de la parroquia, y la maestra Luzdivina siempre mandaba al pequeño Agustín que cuando se rezara por su padre muerto en el frente el niño lo hiciera de rodillas delante de los demás compañeros. Su singularidad era precisamente aquel padre, ausente y héroe, que en clase era nombrado como ejemplo de patriotismo.

Hay que entender los tiempos de posguerra. "En el aula leíamos un libro que se titulaba 'España, mi patria' y la Enciclopedia Edelvives, que ofrecía un poco de todo. La maestra preparaba clases especiales para niños mayores que se querían marchar a la emigración americana, aunque sólo fueran las cuatro reglas, que traían de cabeza a más de uno. La caída natural de los emigrantes de la zona era la Argentina, y especialmente Buenos Aires. Dos tíos míos maternos se fueron para allá y todavía tengo primos".

- La maestra y el cura...

-Resulta que doña Luzdivina quería que yo fuera ingeniero industrial, y don Gervasio, el sacerdote, tenía esperanzas de que me fuera al Seminario, como le contaba. Al final ganó el cura porque lo que dijera don Gervasio en Lugás era dogma de fe. Fui monaguillo, después sacristán y persona de confianza para los recados cuando había que bajar a Villaviciosa a comprar velas, incienso, vino de misa en Casa Fina o a buscar la nómina del cura a casa de don Pedro el Arcipreste. Yo era un crío espabilado, en clase teníamos una colección de mapas mudos y yo me sabía la geografía de memoria. Un día llegó por la escuela la inspectora de la zona, que se apellidaba Balbín, y dijo: "A este niño que se lo sabe todo hay que proponerlo para un premio en Villaviciosa". Regresé a Lugás con aquel regalo que fue el primer libro que tuve en mi vida. Se titulaba "España heroica" y como podía suponer era pura exaltación patriótica. Fue un libro de lectura general porque se lo presté a todo el pueblo y circuló de casa en casa. Lo conservo, es como el germen de mi librería personal.

"Yo era un poco cabecilla, promotor de pequeñas gamberradas, del tipo de volcar un carro de manzanas, cosa que al dueño no le haría gracia alguna. En Lugás decían: 'Si va pal seminario Agustín es que puede ir cualquiera. Va pa cura el más traviesu de todos'.

El Seminario estaba en Valdediós, pero aquel año fue trasladado a Covadonga. "Aquello lo viví con naturalidad porque pienso que provengo de un entorno familiar religioso, de misa, rosario y catecismo del padre Ascete, que yo a los 6 años me sabía de memoria para la primera comunión. Mi madre aceptó de muy buen grado los consejos de don Gervasio, que una vez me preguntó qué quería hacer en la vida, y yo le contesté: 'Seminarista, como los de Valdediós'. Y don Gervasio respiró tranquilo y dijo que eso facilitaba las cosas. Al día siguiente me llegó con los libros de ese primer curso".

En octubre de 1951 Agustín Hevia Ballina llegó a Covadonga. "Mi primer profesor de Latín fue César Marqués. Saqué un 2 en el primer examen pero recuperé pronto. Recuerdo que era un sistema docente muy competitivo, la clase dividida en dos bandos, los romanos y los cartagineses, y cada bando tenía distintas jerarquías. Había desafíos y si estudiabas podías ascender en el escalafón. Al poco tiempo llegué a cónsul, que era como el primero de la clase. Nos divertíamos porque había un componente lúdico en todo aquellos y nosotros éramos unos niños. Bueno, yo acabé sacando matrícula de honor en Latín y Griego".

"El régimen de vida y estudio en Covadonga era exigente. Me llevé un solo guantazo y, la verdad, no di ocasión a que se repitiera. No lo pasé mal y, además, tuve una buena formación. El obispo Lauzurica decía: 'A mis sacerdotes los quiero santos, finos y cultos'. La comida no era abundante pero estaba bien, comparada con la de mi casa era un lujo. Venía de una familia muy modesta, con un ingreso más o menos fijo que provenía de la venta de leche y, a partir de ahí, lo que mi madre pudiera vender en Villaviciosa. La recuerdo con la cesta en la cabeza, camino de la villa, con los productos del campo, patates, fabes, cebolles, ajos y manzanes de mingán. Y mi abuela, que siempre nos animaba a 'forrar algo para la vejez' en tiempos en los que la Seguridad Social no había llegado a las gentes del campo. Mi madre tenía una clientela fija y yo la acompañaba llevando un cestín. Era una vida dura, el agua había que llevarla a base de calderaos desde la fuente del pueblo. Mi abuela y mi bisabuela iban cargadas de productos hasta Gijón, por caleyas y montes, para venderlos en la plaza".

En Covadonga se pasó dos cursos. El siguiente, ya en Oviedo, al Seminario Metropolitano, un edificio de nueva creación que todavía no había sido inaugurado. "Funcionaba desde 1946 y en mis tiempos, algunos años más tarde, ya éramos cuatrocientos alumnos. Aquel Seminario se planteó para acoger a seiscientos, un proyecto arquitectónico grandioso cuya iglesia fue sufragada por colectas de la diócesis. Había mil sacerdotes en Asturias, la nómina de los curas por entonces era de 333,33 pesetas al mes, y cada uno de ellos aportó tres meses de sueldo para pagar el templo, que costó un millón de pesetas". Los seminaristas, con rifas y colectas, lograron juntar otras cien mil pesetas para el sagrario de la capilla.

En el Seminario aún funcionaba la leche en polvo, y queso y arroz que llegaban de la ayuda americana, "pero toda Asturias se volcó con la institución". El seminarista Hevia era buen estudiante "con la excepción de la asignatura de Música, para la que era absolutamente negado. El profesor de Música era Alfredo de la Roza, yo me esforzaba pero no pasaba del aprobado. Al final logré un siete pero, créame, ésa era una nota que me la tomé como un disgusto. El problema era mío, no le guardo rencor a don Alfredo".

- ¿Nunca tuvo dudas sobre su destino profesional y personal?

-Pues no, aunque la duda en sí misma no es mala porque ayuda al discernimiento. No fui de los seminaristas en perpetua crisis. Estoy tan satisfecho de ser sacerdote de Cristo que jamás se me ha pasado por la cabeza imaginarme de otra forma.

Agustín Hevia Ballina se ordenó el 30 de mayo de 1963 en la iglesia de Ventanielles, en Oviedo. "Se acababa de inaugurar después de una historia trágica. El cura de Ventanielles era Moisés Díaz Caneja, que ejercía de archivero capitular y era un adelantado de la reforma litúrgica del Concilio. Fue él quien dio las pautas para la arquitectura del templo, pero sufrió un accidente cuando se cayó por las escaleras de la torre en construcción y se mató".

Aquel día de ordenación solemne de 22 presbíteros, Agustín Hevia tenía entre los asistentes a su madre y a su abuela, las dos mujeres que lo acompañaron en la vida. También estaban presentes sus dos hermanos (la madre de Hevia se había casado en segundas nupcias tiempo más tarde).

"Asistieron a la ceremonia vestidas de fiesta. Mi abuela con saya y toquilla, tuvimos que convencerla para que comprara unas nuevas para la ocasión porque las que tenía estaban raídas de tanto uso. Recuerdo que durante la misa intervinieron las madres en un acto simbólico en el que ellas nos ataban las manos con lazo de seda como signo de compromiso para siempre con la Iglesia. Años más tarde, cuando mi madre falleció, quise poner aquella cinta sobre su ataúd" en señal de respeto y homenaje.

Segunda entrega mañana, lunes: Confesando en cuatro idiomas, rehabilitando patrimonio cultural religioso y una vida entre libros y documentos

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