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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

El bacalao, como el cerdo

En el despiece encontramos el sabor y la gelatina de las lenguas y de los callos, y la textura de la piel

El bacalao, como el cerdo

El bacalao es al mar lo que el cerdo a la tierra. No hay desperdicio en él. Todo se come y si no es por esa cauterización de las heridas ancestrales del hambre que se llama progreso. Antes de que se modernizara el país, en Islandia asaban la piel del pescado y se la daban a los niños con mantequilla. La piel seca del bacalao es dura pero al calor del fuego ablanda. Mark Kurlansky, que escribió el mejor libro sobre "el pez que cambió el mundo" que conozco, recuerda cómo sus huesos se ponían en vinagre hasta que quedaban parcialmente desintegrados y blandos para cocerlos a continuación lentamente hasta obtener una especie de gachas.

La piel, afortunadamente, no la hemos perdido de vista en la cocina. Con ella hace unos riquísimos chips la cocinera portuguesa Celia Pinto, en Oviedo. 100 Maneiras, el restaurante del chef serbio Ljubomir Stanisic, presenta las pieles fritas colgadas a la manera de un trampantojo que resume la característica ropa tendida de Lisboa. Para preparar los chips se colocan las pieles y los callos del bacalao, cortados en trozos regulares, en un papel antiadherente en el horno a 80º durante una hora. Cuando están completamente secos, se fríen en abundante aceite neutro, de girasol por ejemplo. La rehidratación a la temperatura de la fritura hace que se inflen y adquieran la textura crujiente de las cortezas de cerdo. De otra dimensión galactica son los callos con agua de vegetación de pimientos y pil-pil que cocina Nacho Manzano en Casa Marcial, en La Salgar.

Los estómagos son menos recurrentes que las pieles y los callos, aunque en algunos países escandinavos se siguen utilizando para envolver la carne de las salchichas. Una receta ancestral islandesa consistía en limpiar las tripas y rellenarlas con hígado amasado con centeno, hervirlas y luego comerlas. Algo parecido a lo que sucede con el haggis, el embutido tradicional escocés. Margaret Dods, en su popular Manual de cocina del ama de casa, publicado por primera vez en Londres en 1829, recoge una receta de vejigas de bacalao que se limpian y se escaldan para después sancocharlas, enharinarlas y asarlas para servir en lonchas con una salsa de concentrado de carne, mostaza, mantequilla y cayena. O estofadas con caldo de carne, crema de leche y mantequilla, para aromatizar después con ralladuras de limón y nuez moscada. Sólo pensar en ello puede espantar a más de un estómago delicado.

A los atunes les pasa como al bacalao y al cerdo, tienen un gran aprovechamiento. Ya que estamos dedicándole tiempo a los estómagos, en Cataluña, por ejemplo, se sigue comiendo el bull, un plato tradicional con el estómago del atún seco. Me refiero a la tripa y las entrañas del pescado, saladas y poco apetitosas a simple vista, que ha pasado de ser comida de pobres a exquisitez. El origen del bull está en la necesidad de conservar el pescado cuando no había mejor método que salarlo y venderlo enseguida a precios bajos. Antes de cocinarlo tiene que estar en remojo varios días, rasparlo para que quede bien limpio y, después, hervirlo hasta ablandarlo. Una vez concluido el laborioso proceso, se guisa en trozos, con patatas y romesco. El resultado es bueno para quienes son aficionados a los sabores marinos contundentes.

Se trata de todos aquellos, entre los que me incluyo, que aprecian los buenos salazones, esa pestilencia domesticada que proviene del garum romano y que hoy en día los italianos llaman colatura di alici (anchoa), las mojamas, las botargas, o cualquier salsa concentrada de pescado. Este sabroso aderezo, esencial en las cocinas del sudeste asiático, se prepara poniendo pescado fresco cubierto de sal en una caja, donde se deja para que fermente. Después de unos meses, el pescado se hidroliza y por encima se forma un delicioso líquido. Las huevas secas de bacalao, con las que los griegos elaboran durante la Cuaresma su taramosálata, con cebolla rallada, algo de pan viejo, patata hervida, aceite de oliva y limones, y los hígados que los noruegos y daneses envasan, pertenecen también a este maravilloso concierto gastronómico para avezados depredadores marinos.

Pero entre todo el despiece del bacalao, olvidarme de las lenguas, las kokotxas de los vascos, sería prescindir de la parte que por si sola constituye el todo. Ese trozo de carne del tamaño de una concha que figura a cada lado de la cabeza es la parte más delicada del bacalao. Al igual que sucede con la merluza. No se trata exactamente de la lengua, sino del pequeño bulto de carne que se encuentra debajo de ella, suculento y gelatinoso. Para sacarlo limpiamente sólo hay que hacer un corte debajo de la mandíbula del pescado. Las cocochas se pueden cocinar estofadas, bien en salsa verde o al pil-pil, o como sus primas, las de las merluzas, rebozarlas y freírlas.

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