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Toda la historia que hereda Leonor

Últimos visigodos o primeros asturianos: las fortificaciones defensivas de La Carisa y La Mesa

Las clausuras halladas en Teverga y Lena hablan de la defensa organizada por los grupos aristocráticos del centro de la región frente a la invasión musulmana de 713, antes de la revuelta de Pelayo

Últimos visigodos o primeros asturianos: las fortificaciones defensivas de La Carisa y La Mesa

En los artículos históricos sobre el nacimiento del Reino de Asturias, publicados por el diario La Nueva España con motivo de la celebración de su 1.300 aniversario, Javier Rodríguez Muñoz incluyó un amplio comentario dedicado a las llamativas fortificaciones de El Homón de Faro y El Muro que, respectivamente, cierran la comunicación por las vías romanas de La Carisa y La Mesa, los principales accesos al centro de Asturias a través de la Cordillera y que, junto con los arqueólogos Yolanda Viniegra Pacheco y Rogelio Estrada García y con financiación de Cajastur, tuve la oportunidad de investigar tratando de aquilatar su correspondencia con la conquista romana.

Quiero reconocer, en primer lugar, la loable actitud del autor por traer a colación estas obras y otorgarles un destacado rol en la gestación del reino, cuando lo habitual es que no se suelan tener demasiado en cuenta, por más que en varias publicaciones científicas y divulgativas hemos venido dando extensa información de las mismas. Valga, a modo de referencia, el análisis histórico sustanciado en el artículo "En las postrimeras montañas contra el sol poniente. Las clausuras de la cordillera Cantábrica a finales del reino visigodo frente a la invasión islámica", contenido en el libro "La Carisa y La Mesa, causas políticas y militares del origen del Reino de Asturias", que coordiné llevado de la maestra mano del querido Juan Ignacio Ruiz de la Peña.

Ambas fortificaciones, situadas a más de 1.600 metros de altitud, conforman un sistema defensivo excepcional, único en nuestra tierra, al que pudiera agregarse otra barrera lineal similar que intercepta la vía romana del puerto cántabro de El Escudo, y cuya razón de ser tuvo que ver con un ataque militar esperado desde el interior peninsular. A pesar del privilegio que supone disponer de una batería de ocho dataciones carbono-14 con un resultado cronológico idéntico, el cual enmarca tanto la construcción como el uso y la destrucción de ambas, la horquilla más favorable (desviación al 66% de probabilidades) concierne al lapso de entre mediados de los siglos VII y VIII d. C., periodo en el que se conocen por las fuentes históricas varios acontecimientos militares con los que relacionarlas y que, en consecuencia, exigen un ejercicio de interpretación científica.

Por diversos pormenores, entre los que hay que enfatizar la efectiva integración del territorio asturiano en el reino visigodo, hoy no tiene mucho sentido correlacionar dichos bloqueos defensivos con episodios anteriores al siglo VIII d. C., entre los que descollaría una campaña del rey Wamba contra los ástures notificada por la Crónica de Alfonso III que, en todo caso, no tendría el alcance ni el destino geográfico que pretendieron otras teorías. Rodríguez Muñoz, en cambio, opta por la atribución de las fortificaciones a los imprecisos momentos posteriores a la batalla de Covadonga y a la consiguiente expulsión de los musulmanes de tierras asturianas, narradas por los relatos cronísticos. Su principal apoyo argumental reside en suponer, por cierto, como ya hiciera Sánchez Albornoz, que tras haber sucumbido el Ejército visigodo en Guadalete, no habría las fuerzas locales necesarias para hacer frente al avance invasor, a la par que vincula la resistencia transmontana al papel que adoptase Astorga, por su función de sede administrativa astur, condicionante que no consigo comprender.

A pesar del esfuerzo de síntesis que realiza, debo advertir que su enfoque parte de un análisis incompleto de la realidad arqueológica, omitiendo aspectos tan cruciales como la duración del uso de las fortificaciones, la forma en que se llevó a cabo su abandono y el hecho de que sufrieran una destrucción sistemática y total, cuestiones que sirvieron de base para una interpretación histórica diferente que sigo postulando.

Una construcción de ese sistema defensivo con posterioridad a Covadonga, pareja a la primera organización de la resistencia pelagiana, presupone el establecimiento de guarniciones, al menos durante varios años, incluso me atrevo a decir bastantes en el contexto amenazado que tuvo el reino asturiano hasta bien avanzado el siglo IX. Pero ello no concilia con la absoluta ausencia de restos materiales en las extensas superficies excavadas, sobre todo en El Homón, por otro lado, coincidentes con las zonas más aptas para la ocupación. Esto no quiere decir otra cosa que las posiciones fueron usadas un tiempo tan breve que ni dejaron estratificación ni tan siquiera ninguna suerte de objetos.

Mucho más importante, sin duda, es que las fortificaciones fueron arrasadas casi por entero. A ambas les arrancaron los muros hasta la base, pero la de El Homón sufrió zapas y trincheras de minado y las empalizadas de madera fueron incendiadas con tal virulencia que el mineral de hierro que albergaban los mampuestos alcanzó el punto de fusión. Un profundo pozo de agua, excavado junto a la torre de vigilancia situada ante la vía, fue fulminantemente cegado con la piedra proveniente del abatimiento de ella. Todos ellos son procedimientos militares de destrucción que las tropas árabes emplearon en el asedio de algunas ciudades hispanas, constatados, también, en el denuedo destructivo que, según las noticias árabes, fue seguido en la expedición de castigo de Muza contra Pelayo. Ni que decir tiene que ninguna de las dos fue reconstruida.

En relación con lo anterior, no menos interesante es el modo en que las plazas fueron tomadas, al menos como se constata en El Homón, donde se dispone de más datos. Ningún arma ni proyectil de ataque o defensa fue recuperado fuera o dentro del enclave y, lo que es más significativo, los arsenales con miles de cantos rodados, traídos desde una decena de kilómetros para ser utilizados como proyectiles de mano, hondas y fustíbalos, estaban intactos. La conclusión es obvia: las fortificaciones fueron abandonadas y rendidas por sus defensores sin presentar oposición real, siendo luego desmanteladas por el Ejército invasor.

Así es que cualquier propuesta que pretenda asignar estas defensas a fechas posteriores al inicio del Reino de Asturias tiene que explicar, de un lado, por qué no presentan indicios del asentamiento de tropas durante largo tiempo y, de otro, qué expediciones musulmanas ocultas por las fuentes penetraron con tal éxito en el centro de su territorio, desbaratando sus defensas estratégicas, en el estrecho plazo tolerado por la estadística de las fechas del carbono-14.

Por otra parte, no acabo de ver que la geoestrategia de esas fortificaciones y su operatividad pueda ligarse al núcleo del Reino Astur, confinado al área de Cangas durante sus primeras décadas de existencia. Y si nos vamos a la política expansiva de Alfonso I, sólo posible con la revuelta bereber que provocó el desalojo de guarniciones como la descubierta en la ciudad de León, la estrategia defensiva se desplazó al valle del Duero, aparte de que las probabilidades otorgadas por el carbono-14 a momentos más avanzados como el de su reinado son significativamente decrecientes. Lo que me parece más elegante de la propuesta que sigo defendiendo es la posibilidad de conjugar las circunstancias arqueológicas de dichas defensas y la campaña del noroeste desplegada, entre 713 y 714, por el gobernador en África y que es narrada por Ibn al-Atir, historiador algo tardío pero digno de crédito en sus fuentes. Cuenta la sugestiva historia de que estando Muza en plena conquista del valle del Ebro, tiene intención de trasladar su Ejército a someter Yilliqiya (la Gallaecia romana) por ser foco de infidelidad. En el trayecto hacia Astorga recibe a una embajada de dicha región para negociar un pacto de capitulación que le permite llegar a Lugo a través del Bierzo, siempre siguiendo las vías romanas. Desde Lugo envió destacamentos que expeditivamente alcanzan la roca o peña de Pelayo, "un lugar alto y bien defendido cercano al mar". Este rodeo para sortear la Cordillera, nunca entendido del todo por los historiadores, obedece a una característica maniobra de flanqueo de las montañas, combinando diplomacia y acción militar, para entrar en tierra astur por la retaguardia de la resistencia. De este modo, evitaría estancarse un tiempo precioso ante las defensas que cerraban las carreteras, condenando el despliegue al fracaso con la llegada del invierno y cuando, además, estaba siendo reclamado con urgencia por el califa en Damasco. La claudicación de Lugo debió acarrear la rendición de las fortificaciones y un pacto de sometimiento, lo que amalgama con la interpretación más aceptada que supone el control musulmán ejercido durante cinco años hasta la nueva revuelta de Pelayo que culminará en Covadonga. Conviene añadir que la "peña de Pelayo" parece ser un topos para denominar la Cordillera, conviniendo la caracterización de "lugar elevado y bien defendido" a las fortificaciones que estamos tratando. La posición cercana al océano pudiera ser metafórica, pues se encuentran en la vertiente Norte cara al mar, que desde alguna de ellas es visible. De modo que las clausuras y la campaña de Muza encuentran una explicación interrelacionada.

Por lo demás, creo gratuito negar, como hace Javier Rodríguez, una cierta capacidad defensiva a determinados territorios o hacerlo en dependencia de Astorga, pues también lo intentó Agila II en el noreste peninsular o ciertas ciudades como Mentisa, Tarragona y Mérida, y como, en definitiva, hizo el mismo Pelayo cuando, con muchos menos medios, logró el éxito posterior. Y si buscamos un acontecimiento descollante con el que las fortificaciones guarden dependencia, nada pudo tener una mayor repercusión en esas décadas que la invasión islámica.

¿Quiénes pudieron estar al frente de estas defensas? La respuesta puede ser sencilla: los grupos aristocráticos locales más romanizados, con sus tropas y campesinos dependientes, que sabemos habitaban el centro de la región en la tardoantigüedad. Un magnífico ejemplo se encuentra en una inscripción gala del s. IV d. C. que muestra a un propietario construyendo un camino de montaña culminado en una fortificación para defensa de la comunidad. Y con campesinos estaban formados los contingentes que defendieron algunos pasos del Pirineo durante las invasiones bárbaras de 409, según transmite Orosio, y que todavía tuvieron protagonismo en la invasión islámica como la de Arteketa en Roncesvalles. Recordemos que la ley de Ervigio alude a las tropas privadas de los nobles visigodos, cuya colaboración con la realeza generó tanta conflictividad. Pero la concepción estratégica, la construcción de murallas compartimentadas en cajones con cimentaciones de un metro de profundidad y el conocimiento del tratado militar de Vegecio revelan la presencia de cuadros militares, fuesen locales o fuesen provenientes del corazón del reino que, como reiteran las fuentes sucedió con mucha población, pudieron refugiarse en las montañas. En cualquier caso, a tenor de los cálculos establecidos, la plasmación de las fortificaciones requirió la concurrencia organizada de numerosos cientos de personas en una o dos largas campañas estivales.

Comprendo que atribuir estas espectaculares defensas y todo su significado histórico a un epígono local del desmoronamiento del reino visigodo puede ser menos sugestivo que filiarlas a los primeros tiempos del Reino de Asturias, pero, a poco que reparemos en ello y a poco que prescindamos del simbolismo que otorgamos con excesiva demasía a algunos cambios de régimen político, sus protagonistas, Pelayo incluido, fueron en esencia los mismos.

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