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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Lágrimas y sonrisas

Algunas cosas sobre la familia de las cebollas y su variada gama de contrastes culinarios

Lágrimas y sonrisas

Me sumo al lobby de Betanzos: la tortilla española canónica es exclusivamente patata y huevo. Lo del sabor va en gustos, pero los defensores de incorporar la cebolla por la jugosidad y la duración tendrían que saber también que la primera se adquiere gracias a las yemas melosas y a las patatas calientes. En cuanto a la conservación, las buenas tortillas son para cocinarlas y comerlas. No para guardarlas. Igual que cuando se abre una botella de vino lo ideal es no tener que volver a corcharla.

Pero ¿y las cebollas? Milito en el lado sincebollista de la tortilla española, sin embargo del género Allium siempre me decantaré a favor de ellas por encima de los ajos que tienen una capacidad contaminante abrasiva muy superior al de sus primas. Al contrario que estos, la cebolla aporta una variada gama de sabores que va de la frescura herbácea de los cebollinos, al delicado perfume de los chalotes, esa subespecie tan querida para los franceses, pasando por la terrosidad de los puerros y de las cebolletas, que reservan siempre suavidad. La cebolla amarilla es la variedad más conocida; de piel pálida dorada, carne blanca verdosa y un sabor fuerte, contiene esa turbulencia lacrimógena que nos hace languidecer. Las cebollas rojas son una alternativa atractiva y más ligera con su piel púrpura brillante y carne teñida. Resaltan cualquier ensalada y la envuelven en frescura. Cuando se cortan, las cebollas producen un aceite volátil rico en azufre que hace que los ojos se vuelvan llorosos. A lo largo de los años, los cocineros han ideado muchas formas de prevenir esto: congelarlas, usar gafas o aguantar la respiración, pero rara vez son totalmente efectivas. La mejor manera de evitarlo es no cortar la raíz, ya que es donde reside la mayor parte del aceite.

Originarias de Asia, estas bombillas subterráneas son apreciadas en todo el mundo por la profundidad y el sabor que agregan a los platos salados, que contrarrestan con dulzura. De pulpa jugosa y piel seca, parecida al papel, tienen un sabor acre que se vuelve asombrosamente dulce después de una cocción prolongada. Una hermosa transformación que las hace adecuadas, por ejemplo, para combinar con las anchoas. Es el contrapunto ideal en la preparación de una salsa para acompañar pastas. También lo es con la sangre en la preparación de unos de los embutidos más populares de la cristiandad: las maravillosas morcillas. Si las morcillas son de arroz o de cualquier otra cosa, nada las acompañará mejor en una sartén que una cebolla confitada, ni siquiera la manzana.

La cebolla en pequeños dados forma parte junto con la zanahoria y el apio de esta trinidad básica en la cocina que se llama mirepoix. Con la mantequilla y la harina, completa la soubise, una especie de bechamel que ha quedado algo anticuada incluso en los recetarios franceses y que en la cocina clásica se servía con las carnes y la caza. El principio de cualquier guiso está en la cebolla sudada a fuego lento, que es, a su vez, el fundamento de la tradicional salsa rubia. En el horno y al vapor, la cebolla está frecuentemente al lado del pescado como si se tratará de una fiel aliada. Los chinos recurren a ella, en concreto a la cebolleta, para aparearla con el jengibre fresco en cualquier salteado al wok. Es una de las parejas perfectas de la cocina asiática.

Pero, en primer término, es capaz de protagonizar platos célebres. Un ejemplo: las cebollas tiernas y dulces, de pequeño tamaño, son ideales para rellenar. Las de Abel, en función de la temporada, de bonito o de boletos, resulta difícil olvidarlas y casi imposible no tenerlas en cuenta cuando uno come en el asador de Argüelles (Siero). Otro ejemplo son las turbadoras sopas de cebolla, uno de los mejores combustibles que existen para aclimatar el cuerpo humano en las bajas temperaturas. En sus orígenes está la mismísima historia del rey Stanislas de Polonia. Por decirlo de otra manera, su devoción. Resulta que en uno de sus viajes de Lúneville a Versalles, lugar al que iba todos los años a visitar a su hija, la reina, el rey Stanislas paró en un albergue de Châlons donde le sirvieron una sopa tan delicada y suave que se negó a proseguir el camino hasta no aprender a hacer una igual. Pidió que le volviesen a cocinar la misma sopa en su presencia y ni siquiera los vapores de la cocina, ni los lagrimones que arrollaban por su cara ante tanta cebolla le arredraron. El Rey permaneció atento a la jugada y sólo subió al carruaje tras convencerse de que había aprendido a preparar la sopa que acabaría llevando su nombre y que no es otra que la soupe d'oignon que se ha comido tradicionalmente en Francia durante décadas: agua, mantequilla, pan tostado, sal y las cortezas para obtener ese color rubio oscuro que la caracteriza, producto de remover una y otra vez hasta caramelizarla. Con el paso del tiempo, la sopa se modernizó, incorporando queso grùyere y un gratinado al horno.

La versión italiana de la soupe d'oignon es toscana, como otras muchas populares sopas italianas, y se llama carabaccia. Los sabores dulce y salado adquieren en ella una dimensión especial. Lleva sal y pimienta, además de polvo de almendras, nuez moscada, miel y canela, y un gratín al horno de pecorino rallado. Catalina de Médici la exportó, junto con otros ingredientes como el estragón, a Francia cuando se casó con Enrique II de Orleans, y también se dice que era la favorita de Leonardo Da Vinci, que sabía comer y tenía por la cocina la misma curiosidad que por las disciplinas científicas y artísticas que le llevaron a situarse en la posición más elevada del renacentista.

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