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CARMEN FERNÁNDEZ Cotomonteros (Santo Adriano)

Andrea lo ha dicho sabiendo que es casi una broma. Pide sin esperanzas, para ella y para los pocos que la rodean, y a sabiendas de que la respuesta va a ser que no. Desde aquí va a seguir sin verse la luz al final del túnel. Pero es su forma de agitar los brazos y llamar la atención. Quede claro que no se piden regalos, sino facilidades que allanen pendientes. Alguien hablará de exenciones fiscales, o del derribo de barreras burocráticas para el emprendimiento rural. O de una renta básica. Silencio. Unos pocos gritan que el campo se muere, aunque el alarido se pierda en el desierto y ya apenas quede nadie que pueda oír la llamada de auxilio. El primer vecino de Andrea está a dos kilómetros y hay pocos más en el entorno próximo. Este grito de socorro se emite desde la última frontera de la geografía más profunda del despoblamiento asturiano, el punto de no retorno del lugar donde ya no queda más que una casa con luz. Los últimos del pueblo siguen aquí contra el viento, por amor a la memoria del lugar de su infancia o por la vocación de sostener una forma de vida en peligro de extinción. Siguen ahí aunque no perciban ningún aliciente y haya quien de tanto desgañitarse en el desierto haya llegado a pensar que "lo que quieren es que acaben los pueblos". A los ojos de quienes saben a ciencia cierta que serán los últimos de su aldea, la ausencia de habitantes corre paralela al abandono de las facilidades y del interés por mantener el agro asturiano. La gente se va porque no hay oportunidades, las oportunidades se han ido porque falta la gente. La pescadilla se muerde la cola en la crisis eterna del campo asturiano.

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