La mancha de Don Quijote

Nadie duda de que Terry Gilliam es un cineasta valiente, tenaz y arriesgado. Y que hacer realidad su gran sueño quijotesco tras lustros de desgracias y penalidades de todo tipo sin rendición es digno de admiración sin reservas. Dicho esto, seamos francos: tanto esfuerzo para acabar rodando un bodrio, tanto coraje para filmar una sucesión de escenas que, salvo en algunos casos donde se asoma vagamente el talento para la desmesura visual del autor de Brazil, son fallidas o abiertamente torpes.

Tanto empeño, en fin, para despeñarse con un guión descosido, una realización impropia de alguien con tanto oficio y un reparto que no parece enterarse de la fiesta y en el que solo se salvan a duras penas el gran Jonathan Pryce porque su sola presencia impone y algún secundario que logra escapar de la quema por los pelos. Adam Driver da una de cal y otra de arena, y da la sensación a veces de que funciona más por intuición que por entender realmente lo que hace.

Nunca sabremos si el desaguisado hubiera sido menor de haber salido bien las cosas desde el primer y truncado rodaje, pero los males ya estaban en el origen del proyecto. Podría pensarse que Gilliam ha intentado asomarse a la lúcida locura de Cervantes dejándose llevar por un enloquecimiento lúdico pero la jugada le ha salido tan mal como en otros trabajos suyos de infausto recuerdo como Teorema zero, El imaginario del Doctor Parnassus, Tideland o Miedo y asco en Las Vegas. Y es que desde 12 monos (¡1995!), Gilliam no ha vuelto a ganarle la partida a los molinos de viento y rueda cada vez peor. Y su odisea quijotesca lo demuestra de forma concluyente: no es un fracaso, es un error.

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