Entre la pesadumbre vital de Michael Clayton y cierto toque de espionaje desencantado en plan Bourne, el guión de Tony Gilroy para El rehén (el título original, Beirut, es más elocuente y hace justicia al papel que la atormentada ciudad tiene como un personaje más) es rehén a su vez de la larga espera que soportó antes de llevarse a cabo. Y eso se traduce en un barniz antiguo que le concede cierta singularidad (por momentos parece que estemos viendo una película de hace décadas tanto en formas como en fondos de reptiles) pero a la que termina pasando factura el exceso de situaciones que ya nos resultan demasiado familiares, sobremanera tras la avalancha de series, miniseries y sagas de espías al por mayor que tenemos en las alforjas. O sea, que la propuesta, siendo correcta, digna y con apuntes valiosos sobre episodios históricos que corren el peligro de caer en el olvido por un mundo abonado a la inmediatez efímera, acaba instalada en un territorio con demasiados lugares comunes.

Aún respetando el intento de Jon Hamm de despegarse del personaje que le encumbró en Mad men, su personaje doliente tiene un apego a la botella y un aire de tozudo desvalimiento no exento de coraje que recuerdan a un Don Draper menos atildado. Por fortuna, Gilroy nos evita el romance de marras con Rosamund Pike y Brad Anderson aporta un moderado toque de distinción a algunas escenas que parecen invocar el talento febril que demostró en El maquinista o Transsiberian. Los ecos lejanos de Le Carré se escuchan en los mejores momentos de una película que se traiciona a sí misma en un desenlace atolondrado que se da de tortas con el resto de lo que hemos visto.