Tino Pertierra

La madre de Pippi

La escritora sueca Astrid Lindgren tuvo la feliz idea de alumbrar un personaje que encandiló a niños de varias generaciones: Pippi Calzaslargas. Mucho antes de que el feminismo se convirtiera en la necesaria marea que es ahora, Lindgren puso en escena a una niña con cara de haber roto muchos platos y de no arrepentirse de ello, un ser libre y un pelín salvaje en un mundo demasiado cuerdo y encorsetado. Lindren trasladó a Pippi rasgos de su propia personalidad poco convencional, una adelantada a su tiempo que tomó decisiones y emprendió caminos que las mujeres de su época tenían vedados. Desde muy joven, su arrolladora imaginación y su imperiosa necesidad de abrir ventanas a paisajes inesperados y luminosos (con el peaje consiguiente de incomprensión, críticas de todo tipo, disgustos y decepciones) hicieron de ella una mujer distinta a las demás, y eso incluye sus relaciones sentimentales, familiares y laborales. No es un personaje épico, no hay grandes momentos que cubrir de exclamaciones o subrayados dramáticos más allá de la pena y la zozobra que surgen en momentos determinados. Conociendo a Astrid se aproxima a la escritora antes de serlo, cuando su personalidad está en desarrollo. No es casual que a la mesurada, precisa y austera forma de narrar de Pernille Fischer Christensen le sobren, precisamente, las ligazones más evidentes y facilonas con la Lingren ya consagrada, que empañan pero no dañan una obra ejemplar, emotiva y diáfana con una Alba August maravillosa.

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