Tino Pertierra

El hombre de la Isla del Diablo

"Llevarse secretos a la tumba es la esencia de nuestra profesión", le espetan al militar Marie-Georges Picquart cuando osa anteponer la verdad a la versión oficial manipulada y falaz que condenó al inocente Alfred Dreyfus y lo mandó a la Isla del Diablo por un delito de alta traición que no cometió. La historia de este gigantesco error, convertido luego en una atrocidad uniformada por lo que tuvo de conspiración al más alto nivel para mantener una abyecta mentira de Estado, sirve a Roman Polanski para abrir en canal el cuerpo putrefacto de las más altas esferas del ejército y la política en Francia y exhibir las corrompidas vísceras de unos intereses coreados por las turbas de fanáticos y patrioteros que acuden al olor de la sangre.

Al cineasta polaco, claramente hipermotivado por unos hechos con ramificaciones nerviosas que pulsan su propia peripecia judicial como artista expulsado del paraíso y convertido en creador errante y maldito, no le tiembla la mano a la hora de arrancar a su película cualquier tentación de sentimentalismo o apego a la emotividad más facilona. Lo deja claro a las primeras imágenes de cambio: la película arranca con una escena de humillación pública e impúdica en la que Dreyfus es degradado ante la mirada satisfecha, por no decir gozosa, de los mandos que le envían al infierno y de la gente que muestra al otro de las verjas su ansia de venganza con estridentes alaridos antisemitas. Polanski no mostrará casi nunca signos de empatía con el condenado. No ahorra ningún rasgo de su personalidad arrogante, antipática hasta decir plasta. Porque es algo secundario: no importa cómo fuera Dreyfus, sino lo que simbolizaba (y simboliza). De hecho, el personaje de Picquart (un sobrio Jean Dujardin que tampoco se molesta en caer bien) no se corta ni un pelo del bigotazo en reconocer su escaso aprecio por los judíos y por el propio Dreyfus.

El oficial y el espía es en su mayor parte (126 minutos, que parecen muchos pero son insuficientes dado el grueso calibre de la propuesta) una película con hechuras de "thriller" en el que la acción no es física sino verbal, cargado hasta los topes de tensiones entre cuatro paredes, y ahí Polanski demuestra que quien tuvo, retuvo: capta como nadie las furias interiores que los personajes se esfuerzan por disimular, maneja los espacios con su don natural para convertirlos a conveniencia en jaulas o vías de escape, siembra de pequeños detalles la narración para introducir leves pero elocuentes gestos (los intentos impotentes por abrir una ventana estropeada para acceder al aire fresco, el cigarrillo que se apaga con rabia en un cenicero, los grilletes innecesarios que refuerzan el dolor de un prisionero...), inserta armoniosos goznes visuales para abrir los flashbacks y guía a sus personajes a través de una puesta en escena limpia, elegante y austera, en la que no faltan pequeños guiños, imperceptibles casi, a imágenes icónicas de su propia filmografía como El pianista (su última obra maestra, ya de 2002, nada menos) o El quimérico inquilino.

Sin embargo, y aunque estamos por fortuna lejos de títulos alimenticios que sobran en la carrera de un hombre que hizo obras maestras como Repulsión, Chinatown, El baile de los vampiros o La semilla del diablo, en su conjunto El oficial y el espía presenta desperfectos que dañan el resultado final. El primero, con el que hay ser comprensivos, es la introducción forzada del personaje de la amante de Picquart, encarnado por la esposa de Polanski, Emmanuelle Seigner.

El segundo es más grave: de repente, a Polanski le entran las prisas y empieza a colocar piezas sobre el tablero de forma un tanto embarullada (la superficial reacción de la plebe al "Yo acuso" de Zola, pasando por alto la importancia de la prensa rebelde en los acontecimientos, un segundo juicio resuelto a trompicones, atentados cuyas consecuencias no se explican, hallazgos confusos...) hasta desembocar en un final "romántico" con cartelitos informativos sobre lo que pasó después que dejan una sensación agridulce: qué pena que Polanski no haya cerrado su película (autoexculpatoria, se afirma con discutible rotundidad) con la misma reciedumbre moral y visual que exhibe en sus mejores momentos, y que tiene en ese duelo de honor seco y cortante o en ese encuentro final cortante y seco la mejor demostración de que tras las cámaras hay un talento que se resiste a extinguirse.

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