Tino Pertierra

La guerra de los inmundos

Senderos de gloria y Gallipoli ya habían mostrado con destreza punzante los horrores de la I Guerra Mundial alimentados por inmundos centros de poder que envía al matadero a miles de jóvenes en misiones absurdas e suicidas. La crueldad sin fin, la tragedia embarrada, el pánico atrincherado a la espera de combates brutales en los que el ser humano se convierte en carne lista para picar.

Sin el afán de explícita denuncia de Kubrick ni el toque ligeramente aventurero de Weir, Sam Mendes se entrega a un ejercicio de inspiración familiar para construir una pieza de cámara virtuosa que finge un falso e imposible plano secuencia que se extiende a lo largo de toda la película para ampliar el campo de batalla a un gran escenario metafórico del espanto bélico a partir de un argumento mínimo. Si Spielberg lo condensaba a la perfección en el arranque devastador de Salvar al soldado Ryan para luego perder potencia de fuego al desarrollar con simpleza la psicología de los combatientes, Mendes prescinde aquí con buen tino de las interioridades personales para concentrarse en la parte más física del relato, haciendo de su desesperado y tenaz protagonista un personaje muy real, alejado de simbolismos y sin más mensaje que trasladar que la lucha por la supervivencia, en este caso con el añadido sentimental de estar en juego la vida de un ser querido.

Desde que arranca la historia en un apacible campo de flores (la belleza como preludio al infierno) hasta el instante final, también sosegado, 1917 se lanza a tumba abierta por un escenario caótico de trincheras mortuorias, edificios en ruinas, charcos llenos de cadáveres, barro al por mayor y alambradas retorcidas. Las conversaciones son banales, no hay grandes discursos que lanzar, ni siquiera se puede hablar de espectacularidad, aunque a veces la haya con aviones estrellados que ofrecen imágenes impactantes. Mendes, tan dado a rodar guiones locuaces al principio, demuestra que quedó un poco harto de los estropicios vacíos en sus dos Bond (aunque su Skyfall siga siendo potente) y muestra con su cámara convulsa una guerra sucia de madres aterrorizadas, pesadillas calcinadas por noches de fuego y sangre entre las flores. La vitola de obra maestra le queda grande, pero es una película de amartillada intensidad.

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