Vida nueva

Eduardo García

Condena de por vida

Tuve una tía abuela que se pasó los últimos veinte años de su vida sin salir de casa. En sentido literal. Yo no sé cómo llega uno a la decisión terminante de no traspasar nunca jamás la puerta del portal, si es fruto de un impulso momentáneo o es el final de un largo viaje de reflexión, pero esos confinamientos voluntarios suceden.

En casita se está bien, mayormente. Cuatro paredes reconocibles, un mundo a mano. Tenemos, no obstante, las alas preparadas para volar. El cuerpo en el sofá, la mente en el prao. Hoy pienso en esos conciudadanos invisibles que no pueden salir de casa aunque quieran, ni con confinamiento ni sin él. Personas mayores y solas, personas discapacitadas en un edificio sin ascensor, personas enfermas encerradas en los tres metros cuadrados de una cama.

Están ahí, quizá viéndonos con envidia desde la ventana cuando salimos a comprar el pan o a pasear al perro. Muchos ni siquiera tienen fuerza para reivindicar su condena de por vida.

Conviene no olvidar estas cosas como terapia contra la tontería.

Compartir el artículo

stats