¿Tiene sentido volver a plasmar en imágenes la célebre obra de Carlo Collodi cuando ya nos la sabemos de memoria por las distintas adaptaciones hechas para el cine y la televisión? Sí, lo tiene cuando esas imágenes son un deleite para la vista gracias a la mano imaginativa y audaz de Matteo Garrone, de quien no podemos a día de hoy escribir más que alabanzas por su carrera. Construye escenas de una belleza turbadora, auténticos lienzos llenos de vida, no inertes reproducciones de cara a la galería, preciosos incluso en sus perfiles más sombríos y nunca preciosistas. Y se permite la audacia de fusionar con elegancia y sensibilidad extremas unas costuras de neorrealismo químicamente puro (esos campesinos en pueblos raídos tan creíbles como los que retrataron los Taviani) con hilos de fantasía, capaz en un derroche de talento de hacer tan reales los personajes "humanos" como los que adoptan formas de animales: nunca un atún encerrado en el interior de una ballena resultó tan conmovedor en su amargura resignada.

La pobreza, en primer plano: ya en la presentación de Geppetto (un Benigni contenido, menos mal), carpintero que rasca comida como puede y que sueña con tener un hijo. Y cuando le regalan un tronco muy especial, su deseo se cumple. Todo lo que viene después lo sabemos: Garrone es fiel al texto, y lo enriquece como debe ser, con una emoción nunca excesiva, un toque mágico sutil y una mirada nada complaciente al proceso de aprendizaje vital de Pinocho, que conoce la maldad y la mentira de algunos hombres, y también la nobleza y generosidad de otros. Momentos como el del árbol de monedas, el paseo por el tejado, el siniestro ahorcamiento o la resurrección bajo el agua son inolvidables en su tétrica belleza.