Competir es vivir. Fernando Alonso lo tuvo claro desde niño: vivía con su familia en un cuarto piso sin ascensor y cada mañana desafiaba a su hermana mayor. A ver quién llega antes abajo. Competir es vivir, vivir es ganar. Así que no le veremos jugando al golf si no tiene oportunidad de ser el mejor. La serie documental de cinco episodios que Amazon Prime estrenó ayer sobre el piloto asturiano ofrece un contraste evidente entre su vida fuera de las carreras (apacible, sobre todo en Asturias, y tierna cuando está con su novia Linda Morselli) y lo que le ocurre al volante con la velocidad en punta.

De su zona de confort sobresalen sus cenas de risas sin prisas con sus amigos al calor de una buena parrillada, sus sesiones de bicicleta por bosques y caleyas, sus desayunos con su pareja en una casa de ensueño y sus sueños hechos realidad que evocan a aquel guaje que ya batía récords en un kart. Del área deportiva se extraen los momentos más espectaculares, como no podía ser de otra forma. Y es que la carrera de un hombre que deja la Fórmula 1 y se embarca en todo tipo de aventuras por medio mundo (desde las dunas del desierto hasta las lluvias torrenciales de Estados Unidos pasando por el vértigo extenuante de Le Mans) da mucho juego para que la cámara se luzca. Y no digamos cuando se echa mano de la videoteca y vemos el proceso del piloto: desde sus inicios infantiles hasta sus títulos mundiales, con todo tipo de incidencias a medio camino entre la épica y el susto. Coches que vuelcan, coches que dan trompos y trompazos, coches que se estrellan, coches que patinan a una barbaridad de kilómetros por hora. El cine no tiene muchas películas distinguidas que aborden el mundo de las carreras, más propicio para documentales que ofrezcan la cara más real(ista) del gran circo de pistas imprevisibles: porque sabes que ahí no hay trampa ni cartón piedra, no hay efectos especiales ni especialistas que exponen el cuerpo para que las estrellas dan la cara. Peligro sin truco.

"Un estilo de vida extremo". A Fernando Alonso le va la sexta marcha. Incluso cuando juega al tenis con su amigo Carlos Sainz le puede al ansia de ganar. Vamos, arriba, sigamos jugando, sigamos peleando, sigamos en pie mientras las fuerzas aguanten. Eso lo tiene claro: por eso teme el día en que nadie se acuerde de su legado. Ya veremos. Pero antes hay que acelerar, incluso cuando lo prudente (Arabia Saudí, enero de 2020) sea frenar un poco. "No voy a parar". Que quede claro. Incluso desayunando tiene que planificar, programar, coordinar. A su hermana Lorena la alucinaba su capacidad de concentración: veinte minutos de estudio, luego a dormir otro rato y vuelta a los codos. Una máquina de precisión, como si su cuerpo se hubiera transformado en un bólido. Un cerebro computerizado. De él dicen: es capaz de hablar contigo y sabes que está pensando a la vez en otra cosa. No voy parar, y su parón en la F1 le llevó a imponerse otros retos, que el documental muestra con exhaustiva precisión mientras se entrecruzan sus momentos esmoquin para la publicidad, sus paradas en seco con los aficionados que piden fotos, sus visitas a Asturias, donde tiene las raíces, donde más le gusta estar porque aquí encuentra la tranquilidad, recarga la pilas y le invade "la sensación de ser yo". Claro: las imágenes que predominan son de coraje y y y triunfo (los festejos en Oviedo de sus seguidores, qué tiempos), y todos los comentarios de quienes aparecen son elogiosos, pero entre líneas también se aprecian pliegues melancólicos de soledad, la soledad de las largas noches de viajes de aquí para allá, de Sudáfrica a quién sabe dónde, y los rescoldos de una infancia veloz y una maduración acelerada en un mundo de intereses, necesidades y apremios que vuelven desconfiado a cualquiera. Peajes de un estilo de vida extremo.