El sonado debut de Alejandro Amenábar (Tesis) ha terminado trascendiendo sus propias bondades para representar ese momento en que el celuloide patrio se desembarazó de prejuicios y complejos de inferioridad y se dijo a sí mismo: "Oye, ¿y quién nos ha dicho que no podemos hacer thrillers a la yanqui?". Tanto tiempo después (¡casi 25 años!), la verdad, no hemos visto demasiadas películas españolas que asuman con naturalidad, solvencia y eficacia códigos, para entendernos, hollywoodienses.

Black beach engrosará esta lista interminable de quieros y no puedo. Está claro que Esteban Crespo es un tipo arrojado. Hace unos cuantos años presentó "Amar", una comedia que no sabía que era comedia sobre un amour fou adolescente.

Ahora el director reincidente se atreve con un thriller rodado en Ghana y Bruselas, con grandes multinacionales y las Naciones Unidas en la trama, espectaculares palacetes, etcétera. Vamos, que va a tope con el empaque, pero el problema es que es sólo eso, envoltorio: todo es fofo y aburrido (casi dos horas que terminan con el espectador casi reptando por la intriga, suspirando el eslogan de la película: "Todo tiene un límite"), las escasas escenas de acción están filmadas con escaso nervio (no basta la cámara en mano, señores) y el reparto defiende sus personajes con mucha más apatía que convicción. No ayuda que el director parezca más interesado en el libro de instrucciones de los drones que usa para las panorámicas.

Estupendo que hagamos películas que podrían ser protagonizadas por, dos poneres, Leonardo DiCaprio o Tom Cruise. Lo que ya no me resulta tan formidable es que tantos años después de ese "porque nosotros lo valemos" que fue lo de Amenábar sigamos sin saber que detrás de títulos que despachamos con frases condescendientes como "pues se deja ver" hay una política férrea del entretenimiento. Que aquí se incumple flagrantemente, con una sonora incompetencia.