Tino Pertierra

La marca del diablo

Arranca Akelarre en vías aparentemente convencionales para formular su propuesta: País Vasco, allá por 1609. Tantas sombras, tanta ignorancia, tanto miedo. Y tanta fascinación por el Mal y la danza macabra de los sentidos destructivos. O purificadores. En tierra de hombres ausentes y autoridades regidas por la intolerancia y la crueldad, ser mujer y ser joven y bailar al fuego lento de una (in)cierta libertad se paga. Y el precio puede ser muy alto: convertirse en rehenes de la intolerancia oficial, ser encerradas, torturadas y condenadas. Mujeres jóvenes que despiertan en sus inquisidores verdugos pasiones que les corroen.

En ese planteamiento rudo y al mismo tiempo poético (la belleza de las imágenes alcanza una intensidad tenebrosa admirable, y la cámara de Agüero se mueve con elegante desasosiego por interiores y exteriores), con una música que enriquece de forma sobresaliente la atmósfera con un amplio surtido de evocaciones y sugerencias que azuzan los sentidos, Akelarre dibuja una trama de trazos leves que, de repente, se encabrita para abordar una segunda parte sorprendente y audaz en la que la protagonista (espléndida Amaia Aberasturi) pasa a tomar las riendas y se entrega en cuerpo y sin calma a una inteligente, astuta y muy inquietante labor de seducción como forma de romper las reglas y llevar el juego a su hoguera. Frente a ella, Álex Brendemühl brilla como el cazador cazado, como el verdugo que, sin darse cuenta, o siendo pecaminosamente consciente de ello, pasa a ser víctima ante el acantilado de los deseos embrujados.

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