La maldad asusta y provoca el temblor de todas las almas. La maldad cercana, en la misma familia, asegura la desidia y el desamparo. La maldad deviene en rencor y el rencor en la quiebra de corazones, vidas y memorias traspasadas. La «Sonata de otoño», de Ingmar Bergman, sonó antes de anoche en el teatro Palacio Valdés -un nuevo estreno nacional, una nueva muesca en la pistola del programador-, como un réquiem por el recuerdo y las sonrisas congeladas.

Bergman escribió en la década de los setenta esta tragedia de interior -casa rectoral, hija desmenuzada y necesidad de regreso de la madre ausente- y cocinó «Sonata de otoño» para otro Bergman, Ingrid, la estrella de Hollywood: Bergman contra Bergman.

Un año después del fallecimiento del cineasta escandinavo José Carlos Plaza y la productora Pentación -que es privada, pero que, en ocasiones como ésta, actúa como un centro público- levantaron la tragedia de la madre y de la hija, del temblor, del rencor, de los interiores embozados.

La conmoción dejó sin habla a los espectadores. Marisa Paredes y Nuria Gallardo frente a frente, durante cuarenta y tantos minutos, doblegaron las almas del público. El memorial del dolor de la hija sobre la madre y la incomprensión de la madre sobre la hija fue brutal y acongojante. Crearon tanta intimidad que los espectadores se sentían fuera de sitio, así rompieron la ficción y la transformaron en realidad, pese a la aparente inverosimilitud del guión. ¿Por qué todo precisamente ahora? La debutante Pilar Gil sólo salió unos minutos a escena y presentó una creación extraordinaria, insuperable, de un nivel altísimo.