Veinte años después, Spielberg, Lucas y Ford han encontrado un guión que contente a todos. Cuesta comprender que en estas dos décadas no hayan pasado por sus manos textos de similar calidad, o mejores, puesto que el trabajo de David Koepp se limita a hurgar en el baúl de la simpática y endeble saga para sacar trozos de aquí y allá, pegarlos con indudable habilidad de sastre veterano y hacer con todo ello un traje cortado con mano maestra por el director y enfundado en un Ford tan lozano y vigoroso que pide a gritos más entregas, y un poco más audaces. Concebida como un amable reencuentro de viejos amigos en el que se repasan batallitas y se calca la estructura de sus antecesoras, esta aventura de Indiana Jones destaca en la apabullante mediocridad del cine de feria actual fabricado por Hollywood por la solvencia de un actor que hace creíble lo imposible, y que, además, aporta con sus arrugas un poso crepuscular al personaje muy oportuno, y, sobre todo, porque Spielberg, cuando quiere y puede, es capaz de convertir una patata reseca en un menú de chuparse los dedos. Y sólo hay que contemplar -no diría que extasiados, pero sí fascinados- el arranque y los primeros arreones para tenerlo claro: esa carrera enloquecida a ritmo de rock entre unos niñatos del «baby boom» de los años cincuenta y unos militares de aspecto inquietante en territorio nuclear, esa presentación del malvado ruso que se anuda un zapato mientras a su lado se cuece una masacre, ese rifirrafe inicial en el almacén de los secretos prohibidos, y, sobre todo, ese episodio brevísimo pero estremecedor en una ciudad fantasma que concluye con un plano de horrenda belleza con un hongo nuclear, ponen sobre el tapete lo mejor de un director al que muy pocos colegas pueden toser cuando se trata de llenar la pantalla de inventiva deudora de los clásicos y, al mismo tiempo, original y moderna.

Tras ese inicio prodigioso, y ya invadido por un inequívoco toque sarcástico que parece invitar al espectador a no tomarse en serio lo que se narra por la desmesura de sus soluciones acrobáticas y sus persecuciones increíbles, la película empieza a pagar el peaje del lifting al que se somete para capturar nuevos espectadores, que hace veinte años no eran ni siquiera una cita de fin de semana en la vida de sus padres. Lo hace con un hijo de Indy que, la verdad sea dicha, no está a la altura por mucho que imite al salvaje Marlon Brando con su chupa de cuero, su navajita plateá y su supermoto chula. Tampoco el regreso de una Karen Allen, que parece no creerse que la hayan llamado veinte años después, cuando su carrera es sólo pasado, ayuda a dotar de espesor dramático a la historia, y por tanto la película se deja caer en los brazos de la acción pura y dura para salir del fregadero. ¿Veinte años han sido necesarios para encontrar a un guionista que hilvane trozos de las anteriores películas y dejar que Spielberg lo ruede con mecánica destreza? Pero no seamos quisquillosos, y mientras el cubo de palomitas comienza a vaciarse, disfrutemos en la medida de lo posible con los imposibles saltos de coche a coche, con ese hijito chuleta que se convierte en un tarzán de liana en liana, con esa rusa malvada de opereta que sueña con gobernar el mundo con la mente, con esa pelea de esgrima sobre ruedas, con esas cataratas de vista espectacular o con ese desenlace en plan encuentros en la tercera fase con el que Spielberg cierra el círculo recurriendo, por primera vez de forma evidente e incluso obvia, al tejemaneje de efectos especiales cortesía del pacto Lucas. Siendo la película en la que la arqueología juega un papel más importante (a costa de sacarse de la manga un Perú de opereta, juraría que escuché música de mariachi), Indiana Jones y el reino de la calavera de plata no ahorra ningún tópico de las películas selváticas (incluidas las hormigas gigantes y los escorpiones saltarines), y tampoco le busca alternativas más originales al personaje del traidor codicioso que la habitual en los casos de tesoros encontrados. La avaricia rompe el saco y la respuesta está en el espacio exterior. Spielberg opta por darle a su héroe un apacible final que seguramente fastidiará a los seguidores más entusiastas de un personaje nacido para la aventura. Esperemos que no sea un anuncio de que el látigo y el sombrero pasarán a propiedad de Shia LaBeouf: sencillamente, no da la talla.